Una figura tenebrosa observa oculta en la penumbra cuando unos cristianos acuden a una casa.
Silenciosamente, cuando ya se han reunido todos, surge de la oscuridad, irrumpe en el hogar y los arresta.
No es fácil pensar que un enemigo acérrimo como éste fuera a aceptar un día a los cristianos, y mucho menos su fe. Pero eso es exactamente lo que hoy celebramos: la fiesta de la Conversión del Apóstol San Pablo.
La historia de Pablo es particularmente aplicable ahora, al final de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, que nos encontramos con diversas divisiones en la Iglesia: discordias doctrinales, desacuerdos litúrgicos, e incluso conflictos sobre cómo se ha de servir a los pobres. Tan grandes se han hecho las diferencias que nos sentimos inclinados a aceptarlas, en lugar de involucrarnos en el trabajo de la reconciliación.
Pero el caso de San Pablo nos demuestra que el Señor puede intervenir incluso en las situaciones más difíciles. Jesús vio odio y enemistad en Saulo, pero también vio celo y devoción sincera a Dios. Por eso, en lugar de condenarlo por lo negativo, reorientó sus rasgos positivos y lo convirtió en Pablo, para que proclamara el evangelio a todo el mundo.
Si tú piensas en la unidad de la Iglesia, querido hermano, y crees que ese no es problema tuyo, estás en mejor situación que Pablo, porque en realidad no andas buscando arrestar a quienes piensen distinto de ti. Pero si te fijas bien en tus razonamientos seguramente verás que hay conceptos que no contribuyen a la unidad: tu incomodidad sobre la forma como reza un grupo de la parroquia; o cuando unes tu voz a los comentarios negativos que se hacen sobre una iglesia cercana. Posiblemente esto no parezca gran cosa, pero hasta los prejuicios más pequeños pueden influir de gran manera.
Al Señor le agrada mucho ver la unidad entre los cristianos, y quiere que todos experimentemos personalmente lo “bueno y agradable” que es ver a los hermanos unidos (Salmo 133, 1). Por esto, todos debemos contribuir a la reconciliación y la unidad, empezando por nosotros mismos. ¡Quiera el Señor que un día todas las divisiones se disipen y los cristianos vivamos juntos como familia!
“Amado Señor Jesús, sé que tú anhelas la unidad de tus fieles. Infunde en mi corazón el deseo de trabajar para que todos seamos uno contigo y con nuestro Padre.”
Salmo 117(116), 1-2
Marcos 16, 15-18
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