Limitado al páramo, refugiándose entre tumbas, iba vagando y gritando. Atormentado por los demonios, llegó a la ciudad solo para causar estragos y destrucción. Los pobladores trataban de sujetarlo con cadenas y argollas, pero sin éxito. Era una incontrolable fuerza de destrucción, tanto para sí mismo como para sus vecinos; por eso, cuando Jesús expulsó de él a los malos espíritus, no es extraño que el hombre haya querido seguirlo, lleno de gratitud.
Pero Jesús no aceptó. ¿Por qué? ¿Por qué le dijo que volviera a su familia y relatara cómo Dios había actuado en su vida? Quizás, porque sus familiares necesitaban verlo sano y cuerdo; necesitaban escuchar que él mismo contara su experiencia y ellos fueran testigos de su increíble transformación.
Por años, su familia lo había conocido como endemoniado. Ahora, de repente, él estaba en paz y en su sano juicio. ¡Qué emocionante debe haber sido verlo curado y escuchar su historia; sin duda eso les ayudaría a creer en Jesús!
Además, es posible que el hombre tuviera que reparar los daños causados. Recordemos que los aldeanos lo tenían que sujetar con cadenas. Tal vez a él le habría gustado más permanecer con Cristo, pero tenía que regresar a la ciudad y afrontar los perjuicios cometidos y a las personas a quienes había dañado. Jesús sabía que el testimonio del hombre y la humildad con que buscara la reconciliación podían hacer que la gente de esta ciudad gentil aceptara la fe.
A veces nos sucede algo parecido a nosotros. Nos encanta vernos libres de un hábito de pecado o de un prejuicio arraigado y queremos dedicarnos a servir al Señor, lo cual es bueno. Pero todavía no queremos enfrentar a quienes hayamos herido o menospreciado, nos falta humildad para pedir perdón.
¡Pero así se construye el Reino de los cielos! Dios utiliza nuestra sinceridad para demostrar que cualquier persona puede librarse de males emocionales y hasta físicos si admite humildemente sus faltas y perdona.
Si tú, hermano, ves que este puede ser un testimonio tuyo, ve y cuéntales a tus familiares y amigos todo lo que el Señor ha hecho en tu favor.
“Gracias, Señor, por haberme sanado y cambiado cuando reconocí y confesé mis pecados. Ayúdame, te lo ruego, a ser un eficaz testigo de tu amor y tu poder.”
2 Samuel 15, 13-14. 30; 16, 5-13
Salmo 3, 2-7
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