“Vino a su ciudad; y he aquí que le presentaron un paralítico, acostado en una camilla” (Mt 9,1), Jesús, dice el evangelio, viendo la fe que tenían los que le acompañaban dice al paralítico: “¡Ánimo, hijo!, tus pecados están perdonados”. El paralítico, oye este perdón y se queda callado. No lo agradece en absoluto. Deseaba más la curación de su cuerpo que la de su alma. Deploraba los males pasajeros de su cuerpo enfermo, mucho más que los males eternos de su alma, más enferma aún que el cuerpo, y no los lloraba. Es porque juzgaba la vida presente más preciosa para él que la futura.
Cristo tuvo razón al tener en cuenta la fe de los que le presentaban al enfermo y no tener en cuenta la necedad de éste. Por la fe de otros, el alma del paralítico sería curada antes que su cuerpo. “Viendo la fe que tenían”, dice el evangelio. Fijaos bien, hermanos, que Dios no se preocupa de lo que quieren los hombres insensatos, que no espera encontrar fe en los ignorantes, que no analiza los necios deseos de un enfermo. Sino que, por el contrario, no rechaza ayudar a la fe de otros. Esta fe es un regalo de la gracia y está totalmente de acuerdo con la voluntad de Dios.
Sermón 50; CCL 24, 276: PL 52, 339
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