Jesús entró en una casa con sus discípulos y acudió tanta gente, que no los dejaban ni comer. (Marcos 3, 20)
En el Evangelio de hoy vemos que Cristo se había consagrado totalmente y sin reservas a cumplir la misión que Dios le había encomendado, una misión concreta e importantísima: ¡Nada menos que la salvación de todo el género humano! Y, consciente de la responsabilidad que tal misión implicaba, no dudaba en hacer cualquier sacrificio para cumplir su misión, por amor al Padre y a los hombres.
Si tenía que predicar todo el día, lo hacía, aunque esto implicara privarse de la comida o el sueño, aunque apenas tuviera tiempo para descansar. Hasta cierto punto, es normal que sus parientes pensaran que no estaba en sus cabales. Y claro, no era raro que una persona tan apasionada por anunciar el Evangelio incesantemente y en todas partes pareciera un poco desequilibrada. Pero, para Dios, tal persona era un héroe, pues su principal motivación era el amor. Contemplemos el ejemplo de Cristo e imitémosle en esa pasión por hacer el bien.
En el fondo, se trata de la decisión de escoger entre el egoísmo y el amor, entre la justicia y la injusticia; en definitiva, entre Dios y Satanás. Si amar a Cristo y a los hermanos no se considera algo sin importancia y superficial, sino más bien la finalidad verdadera y suprema de toda nuestra vida, es necesario optar por las cosas fundamentales y estar dispuestos a hacer renuncias y sacrificios radicales.
Hoy, como ayer, la vida del cristiano exige valentía para ir contra la corriente, para amar como Jesús nos ama, que llegó incluso al autosacrificio en la cruz. Parafraseando una reflexión de San Agustín, podríamos decir que “por medio de las riquezas terrenas debemos conseguir las verdaderas y eternas.” En efecto, si existen personas dispuestas a todo tipo de injusticias con tal de obtener un bienestar material siempre pasajero, ¡cuánto más nosotros, los cristianos, deberíamos preocuparnos de asegurar nuestra felicidad eterna con los bienes de esta tierra! (Papa Emérito Benedicto XVI, 23 de septiembre de 2007).
Todos los fieles tenemos la misión de llevar la buena noticia de la salvación a cuantos podamos. ¿Lo estás haciendo tú?
“Señor mío Jesucristo, ayúdame a cumplir la misión que me has dado, pues sé que me has mostrado el camino seguro hacia la felicidad eterna.”
2 Timoteo 1, 1-8
Salmo 96(95), 1-3. 7-8. 10
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros
No hay comentarios:
Publicar un comentario