De un tiempo a esta parte no son pocas las veces que parece haberse instalado en nuestras comunidades una sutil especie de fatiga, que no tiene nada que ver con la fatiga del Señor. Y aquí tenemos que estar atentos. Se trata de una tentación que podríamos llamar el cansancio de la esperanza. Ese cansancio que surge cuando ―como en el evangelio― el sol cae como plomo y vuelve fastidiosas las horas, y lo hace con una intensidad tal que no deja avanzar ni mirar hacia adelante. Como si todo se volviera confuso. No me refiero aquí a la «peculiar fatiga del corazón» (cf. Carta enc. Redemptoris Mater, 17; Exhort. apost. Evangelii Gaudium, 287) de quienes “hechos trizas” por la entrega al final del día logran expresar una sonrisa serena y agradecida; sino a esa otra fatiga, la que nace de cara al futuro cuando la realidad “cachetea” y pone en duda las fuerzas, los recursos y la viabilidad de la misión en este mundo tan cambiante y cuestionador.
Es un cansancio paralizante. Nace de mirar para adelante y no saber cómo reaccionar ante la intensidad y perplejidad de los cambios que como sociedad estamos atravesando. Estos cambios parecieran cuestionar no solo nuestras formas de expresión y compromiso, nuestras costumbres y actitudes ante la realidad, sino que ponen en duda, en muchos casos, la viabilidad misma de la vida religiosa en el mundo de hoy. E incluso la velocidad de esos cambios puede llevar a inmovilizar toda opción y opinión y, lo que supo ser significativo e importante en otros tiempos parece que ya no tiene lugar.
Hermanas y hermanos, el cansancio de la esperanza nace al constatar una Iglesia herida por su pecado y que tantas veces no ha sabido escuchar tantos gritos en los que se escondía el grito del Maestro: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).
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