miércoles, 23 de enero de 2019

Seguir a Cristo


















San Juan Pablo II, papa
Audiencia general, 06-09-2000.
“Una gran muchedumbre le seguía
(Mc 3, 7)

1. El encuentro con Cristo cambia radicalmente la vida de una persona, la impulsa a la metánoia o conversión profunda de la mente y del corazón, y establece una comunión de vida que se transforma en seguimiento. En los evangelios el seguimiento se expresa con dos actitudes: la primera consiste en “acompañar” a Cristo (akoloutheîn); la segunda, en “caminar detrás” de él, que guía, siguiendo sus huellas y su dirección (érchesthai opíso). Así, nace la figura del discípulo, que se realiza de modos diferentes. Hay quien sigue de manera aún genérica y a menudo superficial, como la muchedumbre (cf. Mc 3, 7; 5, 24; Mt 8, 1. 10; 14, 13; 19, 2; 20, 29). Están los pecadores (cf. Mc 2, 14-15); muchas veces se menciona a las mujeres que, con su servicio concreto, sostienen la misión de Jesús (cf. Lc 8, 2-3; Mc 15, 41). Algunos reciben una llamada específica por parte de Cristo y, entre ellos, una posición particular ocupan los Doce.

Por tanto, la tipología de los llamados es muy variada: gente dedicada a la pesca y a cobrar impuestos, honrados y pecadores, casados y solteros, pobres y ricos, como José de Arimatea (cf. Jn 19, 38), hombres y mujeres. Figura incluso el zelota Simón (cf. Lc 6, 15), es decir, un miembro de la oposición revolucionaria antirromana. También hay quien rechaza la invitación, como el joven rico, el cual, al oír las palabras exigentes de Cristo, se entristeció y se marchó pesaroso, “porque era muy rico” (Mc 10, 22).

2. Las condiciones para recorrer el mismo camino de Jesús son pocas pero fundamentales. […] Es necesario dejar atrás el pasado, cortar con él de modo determinante y realizar una metánoia en el sentido profundo del término: un cambio de mentalidad y de vida. El camino que propone Cristo es estrecho, exige sacrificio y la entrega total de sí: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc 8, 34). Es un camino que conoce las espinas de las pruebas y de las persecuciones: “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20). Es un camino que transforma en misioneros y testigos de la palabra de Cristo, pero exige de los apóstoles que “nada tomen para el camino: (…) ni pan, ni alforja, ni calderilla en la faja” (Mc 6, 8; cf. Mt 10, 9-10).

3. Así pues, el seguimiento no es un viaje cómodo por un camino llano. También pueden surgir momentos de desaliento, hasta el punto de que, en una circunstancia, “muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él” (Jn 6, 66), es decir, con Jesús, que se vio obligado a formular a los Doce una pregunta decisiva: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6, 67). En otra circunstancia, cuando Pedro se rebela a la perspectiva de la cruz, Jesús lo reprende bruscamente con palabras que, según un matiz del texto original, podrían ser una invitación a “retirarse de su vista”, después de haber rechazado la meta de la cruz: “¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los hombres, no como Dios” (Mc 8, 33).

Aunque Pedro corre siempre el riesgo de traicionar, al final seguirá a su Maestro y Señor con el amor más generoso. En efecto, a orillas del lago de Tiberíades, Pedro hará su profesión de amor: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero”. Y Jesús le anunciará “la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios”, repitiendo dos veces: “Sígueme” (Jn 21, 17. 19. 22).

El seguimiento se expresa de modo especial en el discípulo amado, que entra en intimidad con Cristo, de quien recibe como don a su Madre y a quien reconoce una vez resucitado (cf. Jn 13, 23-26; 18, 15-16; 19, 26-27; 20, 2-8; 21, 2. 7. 20-24).

4. La meta última del seguimiento es la gloria. El camino consiste en la “imitación de Cristo”, que vivió en el amor y murió por amor en la cruz. El discípulo “debe, por decirlo así, entrar en Cristo con todo su ser, debe “apropiarse” y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo” (Redemptor hominis, 10). Cristo debe entrar en su yo para liberarlo del egoísmo y del orgullo, como dice a este propósito san Ambrosio: “Que Cristo entre en tu alma y Jesús habite en tus pensamientos, para cerrar todos los espacios al pecado en la tienda sagrada de la virtud” (Comentario al Salmo 118, 26).

5. Por consiguiente, la cruz, signo de amor y de entrega total, es el emblema del discípulo llamado a configurarse con Cristo glorioso. Un Padre de la Iglesia de Oriente, que es también un poeta inspirado, Romanos el Melódico, interpela al discípulo con estas palabras: “Tú posees la cruz como bastón; apoya en ella tu juventud. Llévala a tu oración, llévala a la mesa común, llévala a tu cama y por doquier como tu título de gloria. (…) Di a tu esposo que ahora se ha unido a ti: Me echo a tus pies. Da, en tu gran misericordia, la paz a tu universo; a tus Iglesias, tu ayuda; a los pastores, la solicitud; a la grey, la concordia, para que todos, siempre, cantemos nuestra resurrección” (Himno 52 “A los nuevos bautizados”, estrofas 19 y 22).

San Juan Pablo II, papa
 Catequesis: Seguir a Cristo
Audiencia general, 06-09-2000.

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