(Marcos 3, 4)
Dios dijo a los judíos: “Acuérdate del sábado, para consagrarlo al Señor” (Éxodo 20, 8). Para cumplir este mandamiento, los judíos adoptaron un sistema de leyes que les ayudaba a vivir rectamente. La observancia del sábado era importante para los judíos porque los distinguía del resto de los pueblos del mundo.
Cuando el Señor curó al hombre de la mano tullida en día de reposo, declaró ser Señor del sábado. Los fariseos quisieron acusarlo de infringir la ley, pero Jesús los confrontó preguntándoles: “¿Qué está permitido hacer en sábado: el bien o el mal? ¿Salvar una vida o destruirla?” (Marcos 3, 4). Los fariseos veían, legalistamente, que esta acción era “mala”, porque Jesús había violado la ley que prohibía trabajar en día sábado, excepto para salvar una vida. Por otra parte, veían que sus propias acciones (sus planes para destruir a Jesús) eran “buenas”, porque él representaba una amenaza para lo que ellos entendían como voluntad de Dios.
Jesús inauguró el Reino de los cielos y el Padre le dio autoridad para curar, enseñar y perdonar pecados. Precisamente por ser compasivo y misericordioso (Marcos 3, 4-5), el Señor ponía la dignidad y el valor del ser humano por encima de la ley del sábado. Curando al enfermo, se mostró como verdadero Dador de vida, el Mesías, el Hijo de Dios. Los relatos de la curación del paralítico, el llamamiento de Leví, la pregunta acerca del ayuno y la cuestión del trabajo en día sábado (Marcos 2, 1-28) son hechos que señalan que Jesús es el Mesías de Dios que trajo su reino al mundo.
Cristo desea que todas las personas se salven; por eso, la incredulidad de los fariseos le causaba gran pesar. Cuando preferimos nuestras propias ideas antes que obedecer lo que Jesús nos pide, también le causamos gran pesar. Como buen pastor, el Señor se duele cuando alguna de sus ovejas se niega a oír su voz y sigue su propio camino, porque sabe que el maligno está acechando para arrebatarla (Juan 10, 12). Por eso, se entregó para que nosotros “tuviéramos vida y la tuviéramos en abundancia” (Juan 10, 10).
“Rey de reyes y Señor de señores, abrimos de par en par las puertas de nuestro corazón para que entres en nuestro ser, tú, el Rey de la Gloria, y para que tu presencia nos haga dignos de ser contados entre los tuyos.”
Hebreos 7, 1-3. 15-17
Salmo 110(109), 1-4
fuente Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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