«Si no me voy, el Paráclito, el Defensor, no vendrá a vosotros, en cambio, si me voy os lo enviaré»
Dios mío, eterno Paráclito, yo te adoro, Luz y Vida. Tú te habrás contentado con enviarme, desde fuera, buenos pensamientos, la gracia que los inspira y los lleva a cabo; tú habrás podido conducirme así por la vida, purificándome tan sólo a través de tu acción totalmente interior en el momento de mi paso hacia el otro mundo. Pero en tu compasión infinita, has entrado en mi alma, desde el principio, has tomado posesión de ella y la has hecho tu templo. Por tu gracia habitas en mí de una manera inefable, me unes a ti y a toda la asamblea de los ángeles y de los santos. Más aún, estás personalmente presente en mi, no sólo por tu gracia, sino por tu mismo ser, como si, guardando mi personalidad, en cierta manera estuviera yo absorbido en ti ya desde esta vida. Y puesto que has tomado posesión de mi cuerpo mismo en su debilidad, , también él es, pues, tu templo (1Co 6,19). ¡Verdad admirable y temible! ¡Oh, Dios mío, lo creo, lo sé!
¿Puedo yo pecar siendo así que tu estás tan íntimamente unido a mí? ¿Puedo olvidar que estás conmigo, que estás en mí? ¿Puedo echar fuera al huésped divino por la cosa que más aborrece, la sola cosa en el mundo entero que le ofende, la sola realidad que no sea suya?... Dios mío, tengo una doble seguridad contra el pecado: primero, el temor de una tal profanación, en tu presencia, de todo eso que tu eres en mi; y después, la confianza de que esta misma presencia me guardará del mal... En las pruebas y la tentación, te llamaré... Gracias a ti mismo, jamás te abandonaré.
Beato John Henry Newman (1801-1890)
teólogo, fundador del Oratorio en Inglaterra
Meditaciones y Devociones, cp. 14 El Paráclito, 3
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