Evangelio según San Juan 12,44-50.
Jesús exclamó: "El que cree en mí, en realidad no cree en mí, sino en aquel que me envió.
Y el que me ve, ve al que me envió.
Yo soy la luz, y he venido al mundo para que todo el que crea en mí no permanezca en las tinieblas.
Al que escucha mis palabras y no las cumple, yo no lo juzgo, porque no vine a juzgar al mundo, sino a salvarlo.
El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he anunciado es la que lo juzgará en el último día.
Porque yo no hablé por mí mismo: el Padre que me ha enviado me ordenó lo que debía decir y anunciar;
y yo sé que su mandato es Vida eterna. Las palabras que digo, las digo como el Padre me lo ordenó".
RESONAR DE LA PALABRA
Queridos hermanos:
«Yo soy la Vid», dice el Señor. Vid plantada por el Padre, vid cuajada de sarmientos hermanos. Vid que se mantiene anclada a la tierra para que los sarmientos reciban el agua del cielo. Vid que permanece invariable en la tierra de los hombres para que los hombres permanezcan unidos a los cuidados del Labrador. En esta doble permanencia surge la Vida y sus frutos.
Para el evangelista Juan, permanecer es creer y creer es vivir: «así seréis discípulos míos» y «daréis fruto abundante». Quizá por eso es este uno de sus verbos más queridos. Permanecer indica a la vez estabilidad y proceso, donación y recepción, gratuidad y requerimiento. Es un viaje del corazón de Dios al corazón del hombre y viceversa. El primero en emprender este movimiento es Dios mismo, que planta a su Hijo en medio del mundo. No lo envía como pavesa para el aire sino como grano para la tierra. Para que se hunda, para que se rompa, para que se arraigue... para que se quede. Es una vid eternamente plantada en la tierra con que Dios se quiso desposar: «Ya nunca te llamarán “abandonada”, ni a tu tierra “desolada”. A ti te llamarán “mi deleite”; y a tu tierra, “desposada”» (Is 62,4-5). Una vez que Dios ha tomado carne humana, Dios permanece hombre entre los hombres por toda la eternidad. Permanecen su cercanía, su entrega, su alimento, su salvación.
Pero el suyo, con ser absolutamente gratuito, no es un ofrecimiento del todo desinteresado: a Dios le interesa sobremanera nuestro amor, nuestra respuesta, nuestro propio ofrecimiento, nuestro fruto. Y nada de esto puede darse sin un permanecer humano junto al permanecer divino. Por eso la dádiva que parte de Dios es, al tiempo, una fuerte exhortación para el hombre y para la comunidad. El discipulado del sarmiento consiste tanto en la recepción de la savia como en la generación del fruto. En rigor, ni una cosa ni otra le pertenecen al sarmiento per se, pero tampoco es posible ninguna de las dos sin su libre permanecer en comunión con la Vid. Por eso sin estar con Jesús no podemos hacer nada.
¡Y qué delicia pasearse por la viña bajo el tibio sol de primavera! ¡Qué gusto vivir los hermanos unidos, entre sí y con Jesús! Ahora bien, como decía la copla, «el invierno llega aunque no quieras». Igual que le llegó a la comunidad de los primeros discípulos, de una forma punzante, ante la decisión de Pablo de anunciar el Evangelio a los gentiles. ¿Cómo permanecer unidos al Señor cuando unos sarmientos se enredan con otros, cuando el fruto discurre por caminos insospechados? Es entonces cuando fe y la vida se aquilatan: permanecer sigue siendo siempre el camino, el horizonte, el sol de invierno...
Fraternalmente:
Adrián de Prado Postigo cmf
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