La multiplicación de los panes en manos de Jesús tenía raíces en la historia y la liturgia de Israel, como también las tiene en los sucesos que siguen en el Evangelio según San Juan. Todo ocurrió cerca de la Pascua, cuando los israelitas celebraban su liberación de la esclavitud en Egipto. Jesús caminó sobre el mar esa noche (Juan 6, 16-21), haciéndoles recordar la época en que Dios abrió las aguas y los israelitas cruzaron el Mar Rojo sanos y salvos (Éxodo 14, 21-31). La multiplicación de los panes les hacía recordar la época en que el Señor les había dado maná en el desierto.
La enseñanza que Jesús dio en la sinagoga de Cafarnaúm (Juan 6, 52-59) fue un sermón de clásico corte rabínico del siglo I. Como era Pascua, Jesús predicó sobre Éxodo 16, 4: “Voy a hacer que les llueva comida del cielo.” Jesús comenzó anunciando el tema tradicional de que el pan del cielo es la Palabra de Dios (Juan 6, 45). Siglos antes, Dios le había ordenado al profeta Ezequiel que comiera un rollo que contenía sus palabras (Ezequiel 3, 1-3). Los antiguos maestros de la sabiduría judaica decían que la Palabra de Dios es nuestro pan (Proverbios 9, 5; Eclesiástico 15, 3). Del mismo modo, Jesús exhortó a sus oyentes a alimentarse de su palabra.
Pero el Señor no solo ofreció el alimento de su palabra. A mitad del sermón, cambió el énfasis y predicó diciendo que su propia carne era nuestro pan: “Mi Carne es verdadera comida y mi Sangre es verdadera bebida.” Esto significa que la Carne y la Sangre de Jesús en la Eucaristía son tan reales como los panes que él multiplicó ese día para la multitud. El término griego trogein que aparece en el original, describe el proceso físico de masticar y tragar, lo que enfatiza claramente que Jesús nos da efectivamente la carne de su Cuerpo en la Eucaristía.
Estas palabras de Jesús son parte de la base bíblica en la que se apoya la afirmación de la presencia real de Jesús en la Eucaristía. Cuando participemos en la cena eucarística, recordemos que Jesús está compartiendo su vida divina con nosotros; por eso, recibamos la vida que él nos da, reconociendo con gratitud que estamos saboreando la vida celestial de la que todos podemos ser partícipes.
“Gracias, amado Señor, por darnos tu Cuerpo y tu Sangre como alimento y bebida para tener vida y para nuestra salvación y fortaleza espiritual.”
Hechos 9, 1-20
Salmo 117 (116), 1-2
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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