¿Cómo se prepararon los apóstoles a la venida del Espíritu Santo? ¡Orando! “Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hch l, 14). La oración de los apóstoles reunidos en el Cenáculo con María, es la primera gran epíclesis, es la inauguración de la dimensión epiclética de la Iglesia, de ese «Ven, Espíritu Santo» que seguirá resonando en la Iglesia por todos los siglos y que la liturgia antepondrá a todas sus acciones más importantes.
Mientras la Iglesia estaba en oración, “De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso,… quedaron todos llenos del Espíritu Santo” (Hch 2, 2-4). Se repite lo que había sucedido en el bautismo de Cristo: “Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal” (Lc 3, 21-22). Se diría que para San Lucas fue la oración de Jesús la que rasgó el cielo e hizo descender el Espíritu sobre él. Lo mismo sucede en Pentecostés.
Es impresionante la insistencia con la que, en los Hechos de los Apóstoles, la venida del Espíritu Santo se pone en relación con la oración. Sin olvidar el papel determinante del bautismo (cf Hch 2, 38), pero se insiste más sobre el de la oración. Saulo «estaba orando» cuando el Señor le envió a Ananías para que recuperase la vista y se llenase de Espíritu Santo (cf Hch 9, 9.11). Cuando los apóstoles supieron que la Samaria había escuchado la Palabra, mandaron a Pedro y a Juan; «estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo» (At 8, 15).
Orar para recibir, recibir para orar
Cuando, en la misma ocasión, Simón el Mago intentó obtener el Espíritu Santo pagando, los apóstoles reaccionaron indignados (cf Hch 8, 18 ss). El Espíritu Santo no se puede comprar, sólo se puede implorar con la oración. Jesús mismo de hecho había ligado el don del Espíritu Santo a la oración, diciendo: “Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11, 13). Lo había ligado no sólo a nuestra oración sino también, y sobre todo, a la suya diciendo: “y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14, 16). Entre la oración y el don del Espíritu existe la misma circularidad y compenetración que entre la gracia y la libertad. Nosotros tenemos necesidad de recibir el Espíritu Santo para poder orar, y tenemos necesidad de orar para poder recibir el Espíritu Santo. Al principio está el don de la gracia, pero después es necesario orar para que este don se conserve y se acreciente.
Pero todo esto no debe quedarse en una enseñanza abstracta y genérica. Me debe decir algo a mí individualmente. ¿Quieres recibir el Espíritu Santo? ¿Te sientes débil y deseas ser revestido con la fuerza de lo alto? ¿Te sientes tibio y quieres ser recalentado? ¿Seco y quieres ser regado? ¿Rígido y quieres ser doblado? ¿Descontento de la vida pasada y quieres ser renovado? ¡Ora, ora, ora! Que en tu boca no se apague el grito sumiso: Veni Sancte Spiritus, ¡Ven Espíritu Santo! Si una persona o un grupo de personas, con fe, se pone en oración y en retiro, decididos a no levantarse sin haber recibido lo que pedían y de hecho mucho más. Así sucedió en aquel primer retiro de Duquesne en el que se inició la Renovación Carismática Católica.
Oración de corazón
Como fue la oración de María y los apóstoles, también la nuestra debe ser una oración «concorde y perseverante». Concorde o unánime (homothymadon) significa, al pie de la letra, hecha con un solo corazón (con-corde) y con una sola alma («un-ánima»). Jesús dijo: “Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos” (Mt 18,19).
La otra característica de la oración de María y de los apóstoles es que era una oración «perseverante». El término original griego que expresa esta cualidad de la oración cristiana (proskarteroúntes) indica una acción tenaz, insistente, el estar ocupado con asiduidad y constancia en alguna cosa. Se traduce con perseverantes, o asiduos, en la oración. Se podría también traducir «aferrados tenazmente» a la oración.
Esta palabra es importante porque es la que se repite con más frecuencia cada vez que se habla de oración en el Nuevo Testamento. En los Hechos vuelve poco después, cuando se habla de los primeros creyentes que llegaban a la fe, que «acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Hch 2, 42). También San Pablo recomienda ser «perseverantes en la oración» (Rm 12, 12; Col 4, 2). En un fragmento de la carta a los Efesios se lee: “siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia” (Ef 6, 18).
Como la viuda importuna
La esencia de esta enseñanza deriva de Jesús, el cual contó la parábola de la viuda importuna, precisamente para decir que es necesario « orar siempre, sin cansarse » (cf Lc 18, 1). La mujer cananea es un ejemplo viviente de esta oración insistente que no se deja desalentar por nada y que al final, precisamente por esto, obtiene lo que desea. Ella le pide la sanación de la hija, y Jesús – está escrito – « no le respondió palabra ». Insiste, y Jesús responde que ha sido enviado sólo para las ovejas de Israel. Ella se echa a sus pies, y Jesús se resiste diciendo que no es bueno tomar el alimento de la mesa de los hijos para dárselo a los perritos. Era suficiente para desanimarse. Pero la mujer cananea no se rinde; dice: « Sí… pero también los perritos… », y Jesús feliz exclama: “Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas” (Mt 15, 21 ss).
No es parloteo
Orar largo tiempo, con perseverancia, no significa con muchas palabras, abandonándose a un parloteo vano como los paganos (cf Mt 6, 7). Ser perseverante en la oración significa pedir a menudo, no dejar de pedir, no dejar de esperar, no rendirse nunca. Significa no darse reposo y no dárselo tampoco a Dios: “Los que hacéis que Yahveh recuerde, no guardéis silencio. No le dejéis descansar, hasta que restablezca, hasta que trueque a Jerusalén en alabanza en la tierra” (Is 62, 6-7).
Pero ¿por qué la oración debe ser perseverante y por qué Dios no escucha inmediatamente? ¿No es él mismo el que, en la Biblia, promete escuchar inmediatamente, en cuanto se ora, es más antes de haber terminado de orar? “Antes que me llamen, yo responderé; aún estarán hablando, y yo les escucharé” (Is 65, 24). Jesús corrobora: “y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? “Os digo que les hará justicia pronto” (Lc 18, 7). ¿No desmiente clamorosamente la experiencia estas palabras? No, Dios ha prometido escuchar siempre y escuchar inmediatamente nuestra oración, y así lo hace. Somos nosotros los que debemos abrir los ojos.
“Buscad y encontraréis…”
Es muy cierto, él cumple su palabra: en el retrasar el auxilio, él ya auxilia; más bien este diferir es ello mismo un auxilio. Esto para que no ocurra que escuchando demasiado deprisa la voluntad del que pide, él no pueda proporcionarle una salud perfecta. Es necesario distinguir la escucha según la voluntad del orante y la escucha según la necesidad del orante, que es su salvación. Jesús dijo: “Buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá” (Mt 7,7). Cuando se leen estas palabras, se piensa inmediatamente que Jesús promete darnos todas las cosas que le pidamos, y nos quedamos perplejos porque vemos que esto se consigue raramente. Pero él pretendía decir sobre todo una cosa: “Buscadme y me encontraréis, llamad y os abriré”. Promete darse a sí mismo, más allá de las cosas que le pedimos, y esta promesa siempre se mantiene infaliblemente. Quien le busca, le encuentra; a quien llama, le abre y una vez encontrado, todo lo demás pasa a segundo plano.
Cuando el objeto de nuestra oración es el don bueno por excelencia, lo que Dios mismo quiere darnos sobre todas las cosas – el Espíritu Santo -, es necesario protegerse de un posible engaño. Nosotros estamos llevados a concebir el Espíritu Santo, más o menos conscientemente, como una ayuda potente de lo alto, un soplo de vida que viene a reavivar agradablemente nuestra oración y nuestro fervor, a volver eficaz nuestro ministerio y fácil llevar la cruz. Has orado de esta manera durante años para tener tu Pentecostés y te parece que no se ha movido ni un soplo de viento. Nada de todo lo que esperabas ha sucedido.
El Espíritu Santo no se da para potenciar nuestro egoísmo. Mejor mira alrededor. Quizás todo ese Espíritu Santo que pedías para ti, Dios te lo ha concedido, pero para los otros. Tal vez la oración de otros en torno a ti, por tu palabra, se ha renovado y la tuya ha seguido adelante chapurreada como antes; otros han sentido traspasado el corazón, han sentido la compunción y llorando se han arrepentido, y tú sigues todavía ahí pidiendo precisamente esa gracia. Deja libre a Dios; hazte honor de dejar a Dios su libertad. Éste es el modo que él ha escogido para darte su Santo Espíritu y es el más bello. Tal vez algún apóstol, el día de Pentecostés, viendo a toda aquella multitud arrepentida dándose golpes de pecho, traspasada por la Palabra de Dios, tal vez, digo, no había sentido envidia y confusión, pensando que también él todavía no había llorado por haber crucificado a Jesús de Nazaret. San Pablo, que en la predicación era acompañado por la manifestación del Espíritu y de su poder, pide por tres veces ser liberado de su espina en la carne, pero no fue escuchado y tuvo que resignarse a vivir con ella para que se manifestase mejor el poder de Dios (cf 2 Cor 12, 8 s).
En la Renovación Carismática la oración se manifiesta de una forma nueva respecto al pasado: la de la oración en grupo o el grupo de oración. Participando en ellos se comprende lo que quería decir el Apóstol cuando escribe a los Efesios: “llenaos más bien del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 5,18-20). Y de nuevo: “siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu” (Ef 6,18).
Nosotros conocemos sólo dos tipos fundamentales de oración: la oración litúrgica y la oración privada. La oración litúrgica es comunitaria, pero no es espontánea; la oración privada es espontánea pero no es comunitaria. Son necesarios momentos en los que se pueda orar espontáneamente, como dicte el Espíritu, pero compartiendo la propia oración con otros, poniendo en común los diversos dones y carismas y edificándose cada uno con el fervor del otro; poniendo en común las diversas “lenguas de fuego” de manera que formen una única llama. Es necesaria, en resumen, una oración que sea espontánea y comunitaria a la vez.
Tenemos un ejemplo magnífico de esta oración “carismática”, espontánea y comunitaria a la vez, en el capítulo cuarto de los Hechos. Pedro y Juan, liberados de la cárcel con la orden de no hablar más en el nombre de Jesús, regresan a la comunidad y ésta se pone a orar. Uno proclama una palabra de la Escritura (“Los reyes y magistrados se han aliado contra el Señor y contra su Ungido”), otro tiene el don de aplicar la palabra a la situación del momento; es como una “sublevación” de fe que da la osadía de pedir “sanaciones, signos y prodigios”. Al final se repite lo que había sucedido en el primer Pentecostés “todos quedaron llenos del Espíritu Santo” y siguieron predicando a Cristo “con valentía”.
Un don especial a pedir al Espíritu Santo, con ocasión de la renovación y de la unificación de los organismos de servicio, es el que revive la maravilla de aquellos primeros grupos de oración carismáticos en los que casi se respiraba la presencia del Espíritu Santo, y el señorío de Cristo no era una verdad solamente proclamada sino experimentada casi tangiblemente. No olvidemos que el grupo de oración o la oración en grupo es el elemento básico que une entre sí tanto a la realidad de los grupos de oración como la de las fraternidades carismáticas.
Con cada una de las formas de oración mencionadas se puede participar en la cadena de oración en preparación de Pentecostés. A quien ama la oración litúrgica, le sugiero que repita más veces al día, a elegir, una de las siguientes invocaciones al Espíritu Santo que está en uso en la liturgia, sabiendo que se une así a las innumerables filas de creyentes que la han pronunciado antes que nosotros:
“Ven, Santo Espíritu, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”. (A los que todavía les gusta orar con la fórmula original latina: “Veni, Sancte Spiritus, reple tuorum corda fidelium et tui amoris in eis ignem accende”). O bien: “Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra”. O bien: “Ven, Espíritu Creador, visita las almas de tus fieles y llena con tu divina gracia, los corazones que Tú creaste”.
A los hermanos y a las hermanas de lengua inglesa les sugiero que repitan, a solas o en el grupo, las palabras de ese canto que hemos recibido de los hermanos pentecostales y que ha acompañado a millones de creyentes en el momento de recibir el bautismo en el Espíritu Santo (cambiando el singolare “me” por el plural “us”): “Spirit of the living God, fall afresh on me: melt me, mould me, fill me, use me. Spirit of the living God, fall afresh on me”.
En mi libro del comentario al Veni Creator he escrito yo también una invocación al Espíritu Santo. La comparto con mucho gusto en este momento con quien se sienta inspirado:
“¡Espíritu Santo, ven!¡Ven fuerza y dulzura de Dios!¡Ven tú que eres movimiento y quietud al mismo tiempo! ¡Renueva nuestro valor,llena nuestra soledad en este mundo,infúndenos la intimidad con Dios!
Ya no decimos como el profeta: ‘Ven de los cuatro vientos’,como si no supiéramos aún de dónde vienes;nosotros decimos:‘¡Ven Espíritu que sales del costado traspasado de Cristo en la cruz!¡Ven de la boca del Resucitado!’”.
Raniero Cantalamessa, ofmcap
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