San Pablo VI
«Que vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16)
Hoy fijamos nuestro pensamiento en un aspecto propio de Pentecostés: la animación sobrenatural producida por la efusión del Espíritu Santo en el cuerpo visible, social y humano de los discípulos de Cristo. Este efecto es la perenne juventud de la Iglesia... La humanidad que forma la Iglesia está bajo los influjos del tiempo, está encerrada, sepultada en la muerte; pero esta realidad no suspende ni interrumpe el testimonio de la Iglesia en la historia a lo largo de los siglos.
Jesús lo anunció y lo prometió: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Lo dio a entender a Simón dándole un nombre nuevo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16,18). Uno puede objetar enseguida, como tanta gente de hoy día: Quizá sí, la Iglesia es permanente, ya que existe desde hace dos mil años, pero que, justamente por ser tan antigua, está envejecida... La Iglesia, dicen, es venerable por el hecho de su antigüedad..., pero no vive del soplo actual y siempre nuevo de la juventud. Ya no es joven. ¡Es una objeción fuerte!... Haría falta un tratado extenso para responder a ella.
Para los espíritus abiertos a la verdad, sin embargo, bastaría con decir que esta perennidad de la Iglesia es sinónimo de juventud. «Es obra del Señor y es realmente admirable.» (Mt 21,42). La Iglesia es joven. Lo más asombroso es que el secreto de su juventud es su persistencia inalterable en el tiempo. El tiempo no hace envejecer a la Iglesia. La hace crecer, la estimula hacia la vida y la plenitud... Ciertamente, todos sus miembros mueren como todos los mortales, pero la Iglesia, como tal, no sólo tiene un principio invencible de inmortalidad más allá de la historia, sino que posee también una fuerza incalculable de renovación.
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