Evangelio según San Juan 13,16-20.
Después de haber lavado los pies a los discípulos, Jesús les dijo:
"Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía.
Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican.
No lo digo por todos ustedes; yo conozco a los que he elegido. Pero es necesario que se cumpla la Escritura que dice: El que comparte mi pan se volvió contra mí.
Les digo esto desde ahora, antes que suceda, para que cuando suceda, crean que Yo Soy.
Les aseguro que el que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me envió".
RESONAR DE LA PALABRA
Queridos hermanos:
«Yo soy el Enviado», dice el Señor. Al terminar de lavar los pies de sus discípulos, cuando ya se cernía sobre Él la sombra de la traición, Jesús da un paso al frente y pronuncia unas palabras de confianza para con sus amigos que, en realidad, son una profunda y sincera confesión personal. Humanamente, todo parecía nublarse sin remedio. Aunque solo uno de ellos fuera a venderlo, casi todos iban a abandonarlo. Y la terrible idea de saberse ninguneado por aquellos a quienes tanto quería podría haber torcido su discurso o violentado sus gestos. Pero no. Él volvió a llamarlos y a enviarlos. Volvió a confiar y a confiarse. Y, al hacerlo, se manifestó de nuevo ante el mundo como el Enviado del Padre convertido en Siervo de todos los hombres. En sus rodillas y en sus palabras el amor estaba ya venciendo la muerte.
¡Bendita proeza, vivir honradamente en medio de la guerra...! Y qué admirable sentido de la fraternidad, aquel que nos hace capaces de sentirnos enviados de paz cuando estamos sometidos a la humillación. En esto —especialmente en esto— jamás seremos los discípulos mejores que el Maestro, que subió a la cruz con el perdón colgando de los labios. Sin embargo, tampoco seremos nunca verdaderos discípulos los que no busquemos el modo de vivir reconciliados y entregados cuando arrecie el temporal. Al fin y al cabo, la cruz es la única forma cabal de existencia cristiana.
A veces pienso que aquí tiene nuestra fe su mayor piedra de tropiezo y, al tiempo, su piedra angular. Que la pasión —sufrimiento y donación; o mejor, donación en el sufrimiento— no es un misterio más de la vida de Cristo —importante, cómo no, pero uno más—, sino el misterio mismo de Cristo y del cristiano: su entraña y la nuestra. Asumir que creer es padecer de forma oblativa es lo más evidente de nuestra fe y quizá también lo más desusado. Nuestra riqueza más alta y nuestro olvido más común.
No por casualidad anuncia Pablo a Jesús, «y este crucificado», también a aquellos que, por tradición, educación y sensibilidad, debieran recibir con más facilidad su mensaje, su obra, su persona, su misterio. Nunca estamos tan sobradamente cerca del Crucificado como para abrazar su muerte con la Paz del Resucitado.
Fraternalmente:
Adrián de Prado Postigo cmf
No hay comentarios:
Publicar un comentario