domingo, 26 de mayo de 2019

COMPRENDIENDO LA PALABRA 260519


“El Defensor, el Espíritu Santo... os recordará todo lo que os he dicho”

Cristo, que “había entregado el espíritu en la cruz” (Jn 19,30) como Hijo del hombre y Cordero de Dios, una vez resucitado va donde los apóstoles para “soplar sobre ellos” (Jn 20,22)... La venida del Señor llena de gozo a los presentes: “Su tristeza se convierte en gozo” (cf Jn 16,20), como ya había prometido antes de su pasión. Y sobre todo se verifica el principal anuncio del discurso de despedida: Cristo resucitado, como si preparara una nueva creación, “trae” el Espíritu Santo a los apóstoles. Lo trae a costa de su “partida”; les da este Espíritu como a través de las heridas de su crucifixión: “les mostró las manos y el costado”. En virtud de esta crucifixión les dice: “Recibid el Espíritu Santo”. 

Se establece así una relación profunda entre el envío del Hijo y el del Espíritu Santo. No se da el envío del Espíritu Santo (después del pecado original) sin la Cruz y la Resurrección: “Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn 16,7). Se establece también una relación íntima entre la misión del Espíritu Santo y la del Hijo en la Redención. La misión del Hijo, en cierto modo, encuentra su “cumplimiento” en la Redención: “Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16,15). La Redención es realizada totalmente por el Hijo, el Ungido, que ha venido y actuado con el poder del Espíritu Santo, ofreciéndose finalmente en sacrificio supremo sobre el madero de la Cruz. Y esta Redención, al mismo tiempo, es realizada constantemente en los corazones y en las conciencias humanas —en la historia del mundo— por el Espíritu Santo, que es el “otro Paráclito” (Jn 14,16).


San Juan Pablo II (1920-2005)
papa
Encíclica “Dominum et vivificantem”, § 24 (trad. © Libreria Editrice Vaticana)

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