María se había quedado afuera, llorando junto al sepulcro. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". María respondió: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto". Al decir esto se dio vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, pero no lo reconoció. Jesús le preguntó: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?". Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo". Jesús le dijo: "¡María!". Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: "¡Raboní!", es decir "¡Maestro!". Jesús le dijo: "No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: 'Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes'". María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras.
RESONAR DE LA PALABRA
¡Queridos Hermanos y Hermanas en Cristo!
Los textos de la resurrección son verdaderas catequesis para los que buscamos avanzar en el camino de la fe. En ellos se encuentran plasmados el itinerario de fe de los primeros discípulos. Es un itinerario que nos permite ver cómo la resurrección cambia la mirada y el corazón de aquellos que se dejan encontrar por el Resucitado. Es un camino que lleva de la desolación y la tristeza provocadas por muerte a la alegría de quien fue transformado por la mirada de Jesús resucitado.
La experiencia María Magdalena, discípula y seguidora de Jesús, nos enseña que no basta encontrarnos con el Señor simplemente o, mejor dicho, que Él nos encuentre. Es necesario también reconocerle. El “hortelano”, así como los ángeles, le dirigen una misma pregunta: “¿Por qué lloras?” No es una pregunta por mera curiosidad. En ella, María puede expresar sus sentimientos, su deseo de “ver” a Jesús, aunque esté muerto. En ella, nos damos cuenta que la “ausencia” de Jesús causa desconsuelo a todos los que fueron alcanzados por la mirada de su misericordia, que la vida pierde su sentido sin Él, pierde su orientación.
Sin embargo, el “hortelano” le dirige una pregunta más: ¿A quien buscas? Es una pregunta que se dirige no solo a María, sino a los discípulos de todos los tiempos: ¿A quien buscamos? ¿Buscamos a un Dios a nuestra medida, un tapagujeros, o a un Dios que nos interpela, nos supera y nos mueve a buscarle en todos los rincones de la vida? La respuesta a esa pregunta tiene que ver con la consistencia de nuestro compromiso bautismal. Con esa pregunta, Jesús nos enseña que la vida cristiana no es un contenido de doctrinas al que damos nuestro consentimiento, sino un camino de búsqueda que nos lleva por caminos inesperados.
En el relato de hoy, todo cambia con una sola palabra: “¡María!”. Ella sólo fue capaz de reconocer que el “hortelano”, en verdad, era el propio Jesús, porque su nombre fue pronunciado por Él. Como a ella, también hoy Jesús sigue llamándonos por nuestro nombre. El Dios revelado en Jesús no se relaciona con nosotros de modo impersonal. Nos llamar por nuestro nombre, y esto supone identidad para nosotros, que no le somos extraños. En medio del anonimato, en que muchos viven en las ciudades, reconocidos muchas veces por un número de identificación o por un rol que ocupan en la sociedad, descubrimos que Dios conoce a todos sus hijos, se interesa por sus dramas, les llama por su nombre.
La experiencia de María con Jesús nos enseña que Él nos conoce antes que nosotros a Él: “Él nos amó primero”. Solamente cuando Él pronuncia nuestro nombre, como hizo el ministro en nuestro bautismo, nos reconocemos en Él y a Él. La experiencia personal de María con el Resucitado le capacita como testigo frente a los demás. El encuentro con el Resucitado también nos capacitar para ser testigos de vida y esperanza frente a las situaciones de desilusión y de desesperanza.
fuente del comentario CIUDAD REDONDA
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