sábado, 31 de diciembre de 2016

Evangelio según San Juan 1,1-18. 
Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron. Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. El no era la luz, sino el testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios. Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: "Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo". De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre. 

RESONAR DE LA PALABRA
Francisco Javier Goñi, cmf
Queridos amigos:

Terminando ya la Octava de Navidad, la liturgia de esté sábado nos regala de nuevo el Evangelio del día de Navidad: el prólogo de Juan. Contemplamos un día más al Niño-Dios, nacido de María, y volvemos a descubrir en Él su Misterio más profundo: ese pequeño de carne y hueso, frágil y dependiente como cualquier recién nacido, es nada menos que la Palabra creadora de Vida, es el Hijo de Dios que ha venido al Mundo, a su casa, es la Luz que brilla en la tiniebla, la Palabra hecha carne que ha acampado entre nosotros…

Y nuestros ojos se llenan de lágrimas. Quizás de dolor porque aún no le hemos recibido en esta Tierra y en esta Humanidad, porque aún hay tantos que no le han acogido, porque aún nos ocultamos tantas veces en la oscuridad. Pero, sobre todo, lágrimas de alegría, esperanza y consuelo porque nuestros ojos contemplan en medio de nuestra historia y nuestras oscuridades la presencia y la gloria del Salvador: “gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad”.

Todo ha quedado traspasado de Luz. De su plenitud todos recibimos gracia tras gracia. Nos queda la tarea de abrir de par en par nuestro corazón y los corazones de todos a su Luz, su Gracia y su Verdad: por medio de Jesucristo la humanidad entera podrá llegar algún día a conocer al Padre y dejarse transformar y salvar por la fuerza de su Espíritu.

Amén. Que así sea.

fuente del comentario Ciudad Redonda

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