sábado, 1 de diciembre de 2018

Guíanos

San Juan Pablo II, papa
Homilía (02-12-1979): Pasar.
VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN CLEMENTE
I Domingo de Adviento, 2 de diciembre de 1979.

2. Adviento: primer domingo de Adviento.

“He aquí que vienen días —Palabra de Yavé— en que yo cumpliré las promesas…” (Jer 33, 14): leemos hoy estas palabras del libro del Profeta jeremías y sabemos que anuncian el comienzo del nuevo año litúrgico y, al mismo tiempo, anuncian ya en esta liturgia el momento inminente de la venida del Hijo de Dios que nace de la Virgen. Cada año nos preparamos para este momento en el ciclo litúrgico de la Iglesia, para esta solemnidad grande y gozosa. Deseo que también mi visita de hoy a la parroquia de San Clemente sirva para esta preparación. Efectivamente, el día en que nace Cristo debe traernos (como anuncia el mismo Profeta Jeremías) esta alegre certeza: que “el Señor en nuestra justicia” (cf. Jer 33, 16).

3. La Iglesia se prepara para la Navidad de un modo totalmente particular. Nos recuerda el mismo acontecimiento que ha presentado recientemente al final del año litúrgico. Esto es, nos recuerda el día de la venida última de Cristo. Viviremos de manera justa la Navidad, es decir, la primera venida del Salvador, cuando seamos conscientes de su última venida “con poder y majestad grandes” (Lc 21, 27), como declara el Evangelio de hoy. En este pasaje hay una frase sobre la que quiero llamar vuestra atención: “Los hombres exhalarán sus almas por el terror y el ansia de lo que viene sobre la tierra” (Lc 21, 26).

Llamo la atención porque también en nuestra época el miedo “de lo que deberá suceder sobre la tierra” se comunica a los hombres.

El tiempo del fin del mundo nadie lo conoce, “sino sólo el Padre” (Mc 13, 32); y por esto de ese miedo que se transmite a los hombres de nuestro tiempo, no deduzcamos consecuencia alguna por cuanto se refiere al futuro del mundo. En cambio, está bien detenerse en esta frase del Evangelio de hoy. Para vivir bien el recuerdo del nacimiento de Cristo, es necesario tener muy clara en la mente la verdad sobre la venida última de Cristo; sobre ese adviento último. Y cuando el Señor Jesús dice: “Estad atentos… de repente vendrá aquel día sobre vosotros como un lazo” (Lc 21, 34), entonces justamente nos damos cuenta de que El habla aquí no sólo del último día de todo el mundo humano, sino también del último día de cada hombre. Ese día que cierra el tiempo de nuestra vida sobre la tierra y abre ante nosotros la dimensión de la eternidad, es también el Adviento. En ese día vendrá el Señor a nosotros, como redentor y juez.

4. Así, pues, como vemos, es múltiple el significado del Adviento, que, como tiempo litúrgico, comienza con este domingo. Pero parece que sobre todo el primero de los cuatro domingos de este período quiere hablarnos con la verdad del “pasar”, a que están sometidos el mundo y el hombre en el mundo. Nuestra vida en el mundo es un pasar, que inevitablemente conduce al término. Sin embargo, la Iglesia quiere decirnos —y lo hace con toda perseverancia—que este pasar y ese término son al mismo tiempo adviento: no sólo pasamos, sino que al mismo tiempo nos preparamos. Nos preparamos al encuentro con El.

La verdad fundamental sobre el Adviento es, al mismo tiempo, seria y gozosa. Es seria: vuelve a sonar en ella el mismo “velad” que hemos escuchado en la liturgia de los últimos domingos del año litúrgico. Y es, al mismo tiempo, gozosa: efectivamente, el hombre no vive “en el vacío” (la finalidad de la vida del hombre no es “el vacío”). La vida del hombre no es sólo un acercarse al término, que junto con la muerte del cuerpo significaría el aniquilamiento de todo el ser humano. El Adviento lleva en sí la certeza de la indestructibilidad de este ser. Si repite: “Velad y orad…” (Lc 21, 36), lo hace para que podamos estar preparados a “comparecer ante el Hijo del hombre” (Lc 21, 36).

5. De este modo el Adviento es también el primero y fundamental tiempo de elección; aceptándolo, participando en él, elegimos el sentido principal de toda la vida. Todo lo que sucede entre el día del nacimiento y el de la muerte de cada uno de nosotros, constituye, por decirlo así, una gran prueba: el examen de nuestra humanidad. Y por eso la ardiente llamada de San Pablo en la segunda lectura de hoy: la llamada a potenciar el amor, a hacer firmes e irreprensibles nuestros corazones en la santidad; la invitación a toda nuestra manera de comportarnos (en lenguaje de hoy se podría decir “a todo el estilo de vida”), a la observancia de los mandamientos de Cristo. El Apóstol enseña: si debemos agradar a Dios, no podemos permanecer en el estancamiento, debemos ir adelante, esto es, “para adelantar cada vez más” (1 Tes 4, 1). Y efectivamente es así. En el Evangelio hay una invitación al progreso. Hoy todo el mundo está lleno de invitaciones al progreso. Nadie quiere ser un “no-progresista”. Sin embargo, se trata de saber de qué modo se debe y se puede “ser progresista”, y en qué consiste el verdadero progreso. No podemos pasar tranquilamente por alto estas preguntas. El Adviento comporta el significado más profundo del progreso. El Adviento nos recuerda cada año que la vida humana no puede ser un estancamiento. Debe ser un progreso. El Adviento nos indica en qué consiste este progreso.

6. Y por esto esperamos el momento del nuevo Nacimiento de Cristo en la liturgia. Porque El es quien (como dice el Salmo de hoy) “enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes” (Sal 24 [25], 8-9).

Y por tanto hacia El, que vendrá —hacia Cristo—, nos dirigimos con plena confianza y convicción. Y le decimos:

Guía! ¡Guíame en la verdad! ¡Guíanos en la verdad!

Guía, oh Cristo, en la verdad 
a los padres y a las madres
de familia de la parroquia:
estimulados y fortificados
por la gracia sacramental del matrimonio
y conscientes de ser en la tierra
el signo visible de tu indefectible amor a la Iglesia,
sepan ser serenos y decididos
para afrontar con coherencia evangélica
las responsabilidades de la vida conyugal
y de la educación cristiana de los hijos.

Guía, oh Cristo, en la verdad
a los jóvenes de la parroquia:
que no se dejen atraer por nuevos ídolos,
como el consumismo a ultranza,
el bienestar a cualquier costo,
el permisivismo moral, la violencia contestataria,
sino que vivan con alegría tu mensaje,
que es el mensaje de las bienaventuranzas,
el mensaje del amor a Dios y al prójimo,
el mensaje del compromiso moral
para la transformación auténtica de la sociedad.

Guía, oh Cristo, en la verdad 
a todos los fieles de la parroquia:
que la fe cristiana anime toda su vida
y los haga convertirse, frente al mundo,
en valientes testigos de tu misión de salvación,
en miembros conscientes y dinámicos de la Iglesia,
contentos de ser hijos de Dios
y hermanos contigo de todos los hombres.

¡Guíanos, oh Cristo, en la verdad! ¡Siempre!

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