«¿Qué buscáis?» (Jn 1,38)
[...] Con cuánta actualidad resuenan las palabras del Maestro... Jesús, dirigiéndose a los discípulos, como hemos escuchado en el Evangelio de San Juan, les dice: «¿que buscáis?» (Jn 1, 38).
La humanidad busca, de muchas maneras, a Dios. Tiene sed de salvación. Desea la verdadera felicidad, la verdadera libertad. Como la tierra necesita la lluvia, el mundo tiene necesidad del Evangelio, de la Buena Nueva de Jesús. La historia toda se orienta hacia Cristo, hacia su verdad, que nos hace libres (cf. Ibid., 8, 32). El Espíritu Santo conduce a los pueblos hacia el Señor. «El es la fuente del valor, de la audacia y del heroísmo: "donde está el Espíritu del Señor está la libertad" (2Co 3, 17)» (Congr. para la Doctrina de la Fe, Libertatis Conscientia, 4).
Los hombres, a veces entre dudas y sombras, buscan al Mesías, el único capaz de iluminar la vida y la historia porque El es la luz del mundo (cf. Jn 8, 12).
La Iglesia fundada por Jesucristo tiene como misión esencial hacer que esa luz llegue hasta los extremos del orbe. Por eso la Iglesia es evangelizadora y misionera: «Id, pues, enseñad a todas las gentes» (Mt 28, 19).
[...] Nos podemos preguntar: ¿de dónde deriva esta preocupación permanente de la Iglesia por una evangelización sin fronteras?
Desde el comienzo de la narración evangélica, constatamos como todos los llamados a seguir a Cristo fueron llamados también a la evangelización: «Llamó a los que él quiso... para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar» (Mc 1, 13-14). El «estar con El», característica del seguimiento vocacional (Jn 1, 39; 15, 27), se traduce espontáneamente en el anuncio: «hemos encontrado a Jesús de Nazaret» (Ibid. 1, 45).
Este encargo misionero corresponde principalmente a Pedro y a los demás Apóstoles, como principio de unidad y como estímulo de la responsabilidad misionera de todo el Pueblo de Dios: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16, 15).
Los Apóstoles cumplieron su tarea misionera con toda fidelidad. A Pedro, el Señor le había confiado la misión de mantener la unidad, confirmando la fe de los demás Apóstoles (cf. Lc 22, 32; Jn 21, 15-17). Los sucesores del Colegio Apostólico han extendido incansablemente la fe, y los Papas, como Sucesores de Pedro, la han confirmado y animado, defendido y propagado. Y aquí está con vosotros, queridos hermanos y hermanas, el Papa, Sucesor de Pedro, para confirmaros en vuestra fe, en vuestra entrega total y en vuestra misión sin fronteras.
[...] ¡Cuántos jóvenes sienten hoy el llamado fascinante de Cristo y se deciden a arriesgarlo todo por El! ¡Cuántas familias se ofrecen a evangelizar plenamente su círculo familiar de «iglesia doméstica» (cf. Lumen gentium, 11) y todo el ámbito de influencia en la sociedad humana y eclesial! Todos necesitan experimentar vivencialmente que la misión es el dinamismo operante de Cristo presente en la Iglesia. La Iglesia es signo «de una nueva presencia de Jesucristo, de su partida y de su permanencia. Ella lo prolonga y lo continúa. Ahora bien, es ante todo su misión y su condición de evangelizar lo que ella está llamada a continuar» (Evangelii Nuntiandi, 15).
En efecto, la Iglesia, que se siente unida a Cristo, no puede dejar de ser misionera; pues la vitalidad misionera brota espontáneamente del mismo ser de la Iglesia, como Cuerpo vivo de Cristo que tiende a difundirse a todos los lugares, culturas y tiempos.
A este cometido nos impulsa la presencia de Cristo resucitado, especialmente en la Eucaristía, que es «como la fuente y la culminación de toda la evangelización» (Presbyterorum Ordinis, 5) . Cuando somos y nos sentimos Iglesia contamos con la fuerza del Espíritu Santo, que fue prometido y comunicado a la misma Iglesia, para que ésta se abriera al mundo entero (Cf. Hch 1, 8; 13, 3 ss.; Ad gentes, 4).
Y, ¿cómo no alegrarnos al ver aquí presentes a tantos grupos de cristianos que buscan una auténtica renovación a la luz de la Palabra de Dios y de la acción del Espíritu enviado por Jesús? Hoy todos queremos ver renovada nuestra Iglesia; pero no podemos olvidar que «la gracia de la renovación de las comunidades no puede crecer si no extiende cada uno los campos de la caridad hasta los últimos confines de la tierra, y no tiene por los que están lejos una preocupación semejante a la que siente por sus propios miembros» (Ad gentes, 37).
Finalmente, quiero insistir en el deber particular de todo creyente y de toda comunidad eclesial de orar y sacrificarse por la obra misionera. La oración y el sufrimiento cristiano son imprescindibles para la evangelización. «Rogad al Señor de la mies» (Mt 9, 37), nos enseñó Cristo.
Orad, pues, todos, a ejemplo de Santa Teresa de Lisieux, Patrona de las misiones, por la labor abnegada, muchas veces difícil, a menudo incomprendida, de los misioneros y de todos los agentes de la evangelización.
Juan Pablo II
Homilía (04-07-1986): Cristo nos invita a seguirle
«¿Qué buscáis?» (Jn 1,38)
nn. 2-3. 6-7. 9
Viaje apostólico a Colombia. Celebración de la Palabra en Tumaco.
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