«Qué buscáis» (Jn 1,41)
Nuevamente dice: «He aquí el Cordero de Dios que carga sobre sí el pecado del mundo». Pero ni aun así conmovió a los desidiosos. Por tal motivo se ve obligado a repetir lo mismo, como quien remueve una tierra áspera con el objeto de suavizarla; y con la palabra, a la manera de un arado excitar las mentes oprimidas de cuidados, para poder más profundamente depositar la semilla. No se alarga en su discurso, porque lo único que anhelaba era unirlos a Cristo. Sabía que si ellos recibían esta palabra y la creían, ya no necesitarían de su testimonio, como en efecto sucedió. Si los samaritanos, una vez que hubieron oído a Jesús, decían a la mujer: «No es ya por tu declaración por lo que creemos: nosotros mismos lo hemos oído hablar y sabemos que verdaderamente es el Salvador del mundo, Cristo Jesús», indudablemente con mayor presteza habrían sido cautivados los discípulos, como en efecto lo fueron. Porque como se hubieran acercado a Jesús y lo hubieran oído hablar solamente una tarde, ya no regresaron a Juan; sino que en tal forma se unieron a Jesús, que incluso asumieron el ministerio del Bautista y predicaron a su vez a Jesús. Pues dice el evangelista: «Este encontró a su hermano Simón y le dijo: Hemos hallado al Mesías, que significa Cristo».
Y no dijo que cargará sobre sí o que cargó sobre sí: «Que carga sobre sí el pecado del mundo», porque es obra que continuamente está haciendo. No lo cargó únicamente en el momento de padecer; sino que desde entonces hasta ahora lo carga, no siempre crucificado (pues ofreció solamente un sacrificio por los pecados), sino que perpetuamente purifica al mundo mediante este sacrificio. Así como la palabra Verbo declara la excelencia y la palabra Hijo la supereminencia con que sobrepasa a todos, así Cordero, Cristo, Profeta, Luz verdadera, Pastor bueno y cuanto de El se pueda decir y se predica poniéndole el artículo, indican una gran distinción y diferencia de lo que significan los nombres comunes. Muchos corderos había, muchos profetas, muchos ungidos, muchos hijos; pero éste inmensamente se diferencia de ellos. Y no lo confirma únicamente el uso del artículo, sino además el añadir el Unigénito, pues el Unigénito nada tiene de común con las criaturas.
«¿Qué buscáis?» ¿Cómo es esto? El que conoce los corazones de los hombres y a quien están patentes todos nuestros pensamientos, ¿pregunta eso? Es que no lo hace para saber (¿cómo podría ser eso ni afirmarse tal cosa?), sino para mejor ganarlos preguntándoles y para darles mayor confianza y demostrarles que pueden dialogar con El. Porque es verosímil que ellos, como desconocidos que eran, tuvieran vergüenza y temor, pues tan grandes cosas habían oído a su maestro respecto de Jesús. Para quitarles esos afectos de vergüenza y temor, les hace la pregunta, y no permite que lleguen a su morada en silencio. Por lo demás, aun cuando no les hubiera preguntado, sin duda habrían perseverado en seguirlo y habrían llegado con él hasta su habitación.
Entonces ¿cuál es el motivo de que les pregunte? Para lograr lo que ya indiqué; o sea, para dar ánimos a ellos que se avergonzaban y dudaban y ponerles confianza. Ellos demostraron su anhelo no solamente con seguirlo, sino además con la pregunta que le hacen. No sabiendo nada de El, ni habiendo antes oído hablar de El, lo llaman Maestro, contándose ya entre sus discípulos y manifestando el motivo de seguirlo, esto es, para aprender de El lo que sea útil para la salvación. Observa la prudencia con que proceden. Porque no le dijeron: Enseñanos alguna doctrina o algo necesario para la vida eterna, sino ¿qué le dicen?: «¿En dónde habitas?» Como ya dije, anhelaban hablar con El, oírlo, aprender con quietud. Por esto no lo dejan para después ni dicen: Mañana regresaremos y te escucharemos cuando hables en público. Sino que muestran un ardiente deseo de oírlo, tal que ni por la hora ya adelantada se apartan; porque ya el sol iba cayendo al ocaso. Pues era, como dice el evangelista, más o menos la hora décima. Cristo no les dice en dónde está su morada, ni en qué lugar, sino que los alienta a seguirlo, mostrando así que ya los toma por suyos.
Tal es el motivo de que no les diga: La hora es intempestiva para que vosotros entréis en mi casa. Mañana escucharéis lo que deseáis. Por ahora volved a vuestro hogar. Sino que les habla como a amigos ya muy familiares. Entonces, dirás: ¿por qué en otra parte dice: «El Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar su cabeza»? mientras que aquí dice: «Venid y ved en donde habito». La expresión: «No tiene en dónde reclinar su cabeza», significa que Cristo no tenía casa propia, pero no que no habitara en alguna casa: así lo da a entender la comparación que usa. Y el evangelista dice que ellos «permanecieron con él durante aquel día». No dice la causa de eso, por tratarse de una cosa evidente y clara. Puesto que no habían tenido otro motivo de seguir a Cristo, ni Cristo de acogerlos, sino escucharle su doctrina. Y en esa noche la bebieron tan copiosa y con tan gran empeño, que enseguida ambos se apresuraron a convocar a otros.
Aprendamos nosotros a posponer todo negocio a la doctrina del cielo y a no tener tiempo alguno como inoportuno. Aunque sea necesario entrar en una casa ajena o presentarse como un desconocido ante gentes principales y también desconocidas de nosotros, aunque se trate de horas intempestivas y de un tiempo cualquiera, jamás debemos descuidar este comercio. El alimento, el baño, la cena y lo demás que pertenece a la conservación de la vida, tienen sus tiempos determinados; pero la enseñanza de las virtudes y la ciencia del cielo, no tienen hora señalada, sino que todo tiempo les es a propósito. Porque dice Pablo: «Oportuna e importunamente, arguye, reprende, exhorta.» Y a su vez el profeta dice: «Meditará en su ley (de Yavé) día y noche». También Moisés ordenaba a los judíos que continuamente lo hicieran. Las cosas tocantes a la vida, me refiero a las cenas, a los baños, aunque son necesarias, si se usan con demasiada frecuencia debilitan el cuerpo; pero la enseñanza espiritual cuanto más se inculca tanto más fortalece al alma. Pero ahora lo que sucede es que todo el tiempo lo pasamos en bromas inútiles: la aurora, la mañana, el mediodía, la tarde, todo lo pasamos en determinado sitio vanamente; en cambio las enseñanzas divinas, si una o dos veces por semana las escuchamos, nos cansan y nos causan náuseas.
¿Por qué sucede esto? Porque nuestro ánimo es malo. Empleamos en cosas de acá bajo todo su anhelo y empeño, y por esto no sentimos hambre del alimento espiritual. Grande señal es ésta de una enfermedad grave: el no tener hambre ni sed, sino el que ambas cosas, comer y beber, nos repugnen. Si cuando esto acontece al cuerpo lo tenemos como grave indicio y causado por notable enfermedad, mucho más lo es tratándose del alma. Pero ¿en qué forma podremos levantar el alma cuando anda caída y debilitada? ¿con qué obras? ¿con qué palabras? Tomando las sentencias divinas, las palabras de los profetas, de los apóstoles, de los evangelistas y todas las otras de la Sagrada Escritura.
Caeremos entonces en la cuenta de que mucho mejor es usar de estos alimentos que de otros no santos, sino impuros; pues así hay que llamar las bromas importunas y las charlas inútiles. Dime: ¿acaso es mejor hablar de asuntos forenses, judiciales, militares, que de los celestes y de lo que luego vendrá cuando salgamos de esta vida? ¿Qué será más útil: hablar de los asuntos y de los defectos de los vecinos, y andar con vana curiosidad inquiriendo las cosas ajenas, o más bien tratar de los ángeles y de lo tocante a nuestra propia utilidad? Al fin y al cabo lo del vecino para nada te toca, mientras que lo del Cielo es propio tuyo. Instarás diciendo: Bueno, pero es cosa lícita tras de hablar de aquellas cosas, cumplir con lo demás. Bien está. Pero ¿qué decir de los que a la ligera y sin utilidad alguna no se ocupan en eso y en cambio gastan el día íntegro en hablar de estas otras cosas y nunca acaban de tratar de ellas?
En conclusión, lo que yo intento desterrar y corregir es que no os arrojéis voluntariamente al precipicio, no os empujéis vosotros mismos al abismo de la iniquidad, ni corráis voluntariamente a quemaros en la pira; y esto con el objeto de que no nos hagamos reos de las llamas preparadas para el diablo. Ojalá que todos nosotros, liberados de la llama de la lujuria y de la llama de la gehenna, seamos acogidos en el seno de Abrahán, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Andrés, tras haber conversado con Jesús y aprendido su doctrina, no la reservó para sí como un tesoro, sino que acudió corriendo a casa de su hermano para hacerle partícipe de los bienes que había recibido.
Observad que Pedro tiene un espíritu dócil y obediente. Sin ninguna vacilación echó a correr: Y dice el evangelista, «le llevó hasta Jesús». Que nadie le reproche una excesiva credulidad porque prestó fe a lo que le fue dicho sin informarse de más detalles. Es verosímil que su hermano le hubiera hablado ya extensamente e, informándole de los particulares del caso. Pero los evangelistas acostumbran a resumir hechos y palabras, movidos por el deseo de ser breves y concisos. Sea de ello lo que fuere, San Juan no dice que Pedro creyera sin más, sino que su hermano «lo condujo a Jesús», para confiárselo, para que de El aprendiera toda la doctrina.
Si el Bautista, habiendo dicho: Es el Cordero y bautiza en el Espíritu Santo, dejó que recibieran de Cristo una más amplia enseñanza y explicación de la materia, con mayor razón procedió así Andrés, pues no se creía capaz de explicarle todo; sino que condujo a su hermano a la fuente misma de la luz, con tan grande gozo y apresuramiento que no dudó ni un instante. Jesús fijó en Pedro su mirada y le dijo: Tú eres Simón, hijo de Juan. Tú te llamarás Kefas, que significa Pedro o Piedra. Comienza aquí Jesús a revelar su divinidad poco a poco y sin sentir, mediante las predicciones. Así procedió con Natanael y con la mujer samaritana.
«Tú eres Simón, hijo de Juan; desde ahora te llamarás Cefas, es decir Pedro». Este fue el nombre que Cristo dio a Simón. A Santiago y a su hermano los llamará «hijos del trueno» (Mc 3,17). ¿Por qué estos cambios de nombre? Para mostrar que él, Jesús, es el mismo que había establecido la antigua alianza, que había cambiado el nombre de Abram en Abraham, el de Sarai en Sara, el de Jacob en Israel (Gn 17,5s; 32,29). Y había dado también el nombre a distintas personas ya antes de su nacimiento: Isaac, Sansón, los hijos de Isaías y de Oseas.
Hoy día tenemos un nombre muy superior a todos los demás; es el nombre de «cristiano» –el nombre que hace de nosotros hijos de Dios, amigos de Dios, un solo cuerpo con él. ¿Hay algún otro nombre capaz de hacernos ardorosos en la virtud, llenarnos de celo, incentivarnos a hacer el bien? Guardémonos muy mucho de hacer cualquier cosa indigna de este nombre tan grande y tan bello, unido al nombre de el mismo Jesucristo. Los que llevan el nombre de un gran jefe militar o de un personaje ilustre se consideran honrados y hacen lo que sea para seguir siendo dignos de él. ¡Cuánto más nosotros que llevamos el nombre no de un general o de un príncipe de este mundo, ni tan sólo de un ángel, sino del rey de los ángeles, cuánto más nosotros debemos estar dispuestos a perderlo todo, incluso nuestra vida, por el honor de este nombre!
¿Qué es lo que Cristo dice?: «Las zorras tienen sus madrigueras y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza». Si nosotros os exigiéramos eso, quizá a muchos de vosotros les parecería en extremo gravoso. Por lo mismo yo no voy a pediros una imitación tan estricta, condescendiendo con vuestra debilidad. En cambio os suplico que no os apeguéis demasiado a las riquezas; sino que, así como yo atiendo a vuestra debilidad y no os exijo tan grande virtud, así vosotros con un mayor esfuerzo os apartéis de la maldad.
Yo no acuso a quienes poseen mansiones, campos, dineros, criados; sino únicamente anhelo que con toda licitud los poseáis y con toda honradez. ¿Qué significa poseerlos decorosamente? Que no seáis esclavos de esas cosas, sino señores; que vosotros las poseáis y no sean ellas las que se enseñoreen de vosotros; que uséis de ellas, pero que no abuséis. Las riquezas se llaman así para que las usemos en las cosas necesarias y no para que las amontonemos y las tengamos guardadas; porque esto es propio de esclavos mientras que lo otro es propio de amos y señores. El estarlas custodiando, oficio es de esclavos; el gastarlas lo es de amos y propietarios.
No te las dieron para que las escondas bajo tierra, sino para que las administres y distribuyas. Si Dios hubiera querido que se guardaran, no las habría puesto en manos de los hombres, sino que las habría dejado ocultas en el seno de la tierra. Alas como quiere que se gasten, permitió que las poseyéramos, para que mutuamente nos las comunicáramos. Si las retenemos, no por eso nos convertimos en dueños de ellas. Y si quieres acrecentarlas: y es ése el motivo de que las guardes, entonces lo mejor es distribuirlas y repartirlas por todas partes. No hay utilidades sin gastos; no hay riquezas sin dispendios, como puede verse en los negocios seculares. Así proceden los mercaderes, así los agricultores. Estos arrojan la simiente; aquéllos, sus dineros. Aquéllos navegan y gastan riquezas; y éstos trabajan durante todo el año y tienen que sembrar y cosechar.
En nuestro caso, nada de eso es necesario: no se necesita aparejo de nave ni uncir la yunta de bueyes; ni hay que temer los cambios atmosféricos, ni tampoco las granizadas. Acá no hay escollos, no hay marejadas. Esta navegación, esta sementera solamente una cosa necesita: repartir los haberes. Todo lo demás lo cuidará aquel Agricultor, del cual dijo Cristo: Mi Padre es agrícola. Pues ¿cómo no será absurdo que en donde podemos alcanzar todas las ganancias sin trabajo, permanezcamos dudando y tendidos en tierra, mientras que en donde hay tantos sudores y trabajos y preocupaciones y además incierta la esperanza ahí pongamos toda diligencia?
Os ruego, por tanto, que tratándose de nuestra salvación no nos engañemos en tan gran manera, sino que, echando a un lado todas esas otras cosas tan llenas de trabajos, corramos en pos de las fáciles y más útiles; para que así consigamos los bienes futuros, por gracia y benignidad del Señor nuestro Jesucristo, al cual sea la gloria juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
Juan Crisóstomo
Sobre el Evangelio de san Juan: Cuando nos quedamos realmente con Él
«Qué buscáis» (Jn 1,41)
Homilía 18
No hay comentarios:
Publicar un comentario