El ligamen entre el Nacimiento del Señor y la Maternidad divina de María Santísima está claramente expresado en uno de los doce anatemas de san Cirilo de Alejandría († 444), recogidos por el Concilio de Éfeso, que en el año 431 definió como dogma de fe que María de Nazareth es la Madre de Dios: “Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es Madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema” (Dz 72).
Hace pocos días hemos adorado la presencia del Verbo encarnado en el humilde pesebre de Belén. Ahora la Iglesia nos invita a dirigir la mirada llena de asombro a la otra persona magnífica del pesebre que es la Madre de Jesús, Dios hecho carne.
En tiempos recientes, la devoción a la Madre de Dios se ha debilitado en ciertos sectores de la Iglesia. Algunos han tenido temor de que honrando demasiado a María, de alguna manera se habría podido provocar una separación de la adoración a Cristo. Por eso les pareció necesario radicalizar el cristocentrismo, subrayando unilateralmente la unicidad de la mediación salvífica de Cristo, en desmedro de las mediaciones participadas de los Santos, de los Ángeles y de la misma Madre de Dios. Obrando así, se ha olvidado el antiguo adagio: ad Jesum per Mariam.
La Madre nos acompaña siempre hacia su Hijo y nunca nos aleja de Él. El Concilio Ecuménico Vaticano II lo ha dicho con estas palabras: ”Todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres no es exigido por ninguna ley, sino que nace del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la mismna saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo” (Lumen Gentium, n. 60).
Se debe reconocer que el papel de María no es un obstáculo, sino de completo respeto al reconocimiento de Cristo en la fe. La Madre de Dios, con su pureza virginal, representa y defiende también la pureza de la doctrina cristiana. En el Breviario y en la “forma extraordinaria” (o rito antiguo) del Misal se encuentra la hermosa antífona mariana «Gaude, Maria Virgo, cunctas haereses tu sola interemisti in universo mundo – Alégrate, Virgen María, tú sola has destruido todas las herejías del mundo entero».
Esta antífona ha sido comentada por el famoso biblista Ignace de la Potterie en estos términos: «No es que María haya hecho en su vida algo contra las herejías, sino que el reconocimiento cierto de María en los dogmas marianos es baluarte de la verdadera fe. También el Cardenal Ratzinger, en su libro-entrevista con Vittorio Messori (Informe sobre la fe), subraya que María “triunfa sobre todas las herejías”: si se da a María el lugar que le corresponde en la ininterrumpida Tradición y en el dogma, se llega al centro de la cristología de la Iglesia. Los primeros dogmas, que se refieren a la virginidad perpetua y a la maternidad divina, y también los últimos (Inmaculada Concepción y Asunción corporal al Cielo), son la base segura para la fe cristiana en la encarnación del Hijo de Dios. Pero también la fe en el Dios vivo, que puede intervenir en el mundo y en la materia, así como la fe en las realidades últimas (resurrección de la carne y, en consecuencia, la transfiguración del mismo mundo material) está confesada implícitamente en el reconocimiento de los dogmas marianos. También por esto se espera que se concretará el “proyecto de reintroducir, ojalá que en la fiesta de la Asunción corporal de María al Cielo, el 15 de agosto, la bella antífona separada de la reforma litúrgica” (en 30 Giorni, 12 [octubre 1995], p. 71).
No es posible ser cristocéntrico si no se es fuertemente mariano. En este día la Iglesia reza especialmente por la paz. Y es justamente a la siempre Virgen Madre de Dios a quienes se dirigen los fieles para obtener del Señor, a través de su intercesión, el don de la paz, para la Iglesia y para el mundo.
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