SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA MADRE DE DIOS. XXXVI JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Miércoles 1 de enero de 2003
1. “El Señor te bendiga y te proteja; (…) se fije en ti y te conceda la paz” (Nm 6, 24. 26): esta es la bendición que, en el Antiguo Testamento, los sacerdotes pronunciaban sobre el pueblo elegido en las grandes fiestas religiosas. La comunidad eclesial vuelve a escucharla, mientras pide al Señor que bendiga el nuevo año recién iniciado.
“El Señor te bendiga y te proteja”. Ante los acontecimientos que trastornan el planeta, es evidente que sólo Dios puede tocar el alma humana en lo más íntimo de su ser; sólo su paz puede devolver la esperanza a la humanidad. Es preciso que él se fije en nosotros, nos bendiga, nos proteja y nos dé su paz.
Por tanto, es muy conveniente iniciar el nuevo año pidiéndole este don tan valioso. Lo hacemos por intercesión de María, Madre del “Príncipe de la paz”.
2. En esta solemne celebración me alegra dirigir un cordial saludo a los ilustres señores embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. Dirijo también un afectuoso saludo a mi secretario de Estado y a los demás responsables de los dicasterios de la Curia romana, y en particular al nuevo presidente del Consejo pontificio Justicia y paz. Deseo manifestarles mi gratitud por su compromiso diario en favor de una convivencia pacífica entre los pueblos, según las directrices de los Mensajes para la Jornada mundial de la paz. El Mensaje de este año evoca la encíclica Pacem in terris, en el cuadragésimo aniversario de su publicación. El contenido de este autorizado e histórico documento del Papa Juan XXIII constituye “una tarea permanente” para los creyentes y para los hombres de buena voluntad de nuestro tiempo, caracterizado por tensiones, pero también por muchas expectativas positivas.
3. Cuando se escribió la Pacem in terris, había nubes que ensombrecían el horizonte mundial, y sobre la humanidad se cernía la amenaza de una guerra atómica.
Mi venerado predecesor, a quien tuve la alegría de elevar al honor de los altares, no se dejó vencer por la tentación del desaliento. Al contrario, apoyándose en una firme confianza en Dios y en las potencialidades del corazón humano, indicó con fuerza “la verdad, la justicia, el amor y la libertad” como los “cuatro pilares” sobre los que es preciso construir una paz duradera (cf. Mensaje, 3).
Su enseñanza conserva su actualidad. Hoy, como entonces, a pesar de los graves y repetidos atentados contra la convivencia serena y solidaria de los pueblos, la paz es posible y necesaria. Más aún, la paz es el bien más valioso que debemos implorar de Dios y construir con todo esfuerzo, mediante gestos concretos de paz de todos los hombres y mujeres de buena voluntad (cf. ib., 9).
4. La página evangélica que acabamos de escuchar nos ha vuelto a llevar espiritualmente a Belén, a donde los pastores acudieron para adorar al Niño en la noche de Navidad (cf. Lc 2, 16). ¡Cómo no dirigir la mirada con aprensión y dolor a aquel lugar santo donde nació Jesús!
¡Belén! ¡Tierra Santa! La dramática y persistente tensión en la que se encuentra esta región de Oriente Próximo hace más urgente la búsqueda de una solución positiva del conflicto fratricida e insensato que, desde hace ya demasiado tiempo, la está ensangrentando. Se requiere la cooperación de todos los que creen en Dios, conscientes de que la religiosidad auténtica, lejos de ser fuente de conflicto entre las personas y los pueblos, más bien los impulsa a construir juntos un mundo de paz.
Recordé esto con vigor en el Mensaje para la actual Jornada mundial de la paz: “La religión tiene un papel vital para suscitar gestos de paz y consolidar condiciones de paz”. Y añadí que “puede desempeñar este papel tanto más eficazmente cuanto más decididamente se concentra en lo que la caracteriza: la apertura a Dios, la enseñanza de una fraternidad universal y la promoción de una cultura de solidaridad” (n. 9).
Ante los actuales conflictos y las amenazadoras tensiones de este momento, invito una vez más a orar para que se busquen “medios pacíficos” con vistas a su solución, inspirados por una “voluntad de acuerdo leal y constructivo”, en armonía con los principios del derecho internacional (cf. ib., 8).
5. “Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, (…) para que recibiéramos el ser hijos por adopción” (Ga 4, 4-5). En la plenitud de los tiempos, recuerda san Pablo, Dios envió al mundo un Salvador, nacido de una mujer. Por tanto, el nuevo año comienza bajo el signo de una mujer, bajo el signo de una madre: María.
En continuación ideal con el gran jubileo, cuyo eco no se ha extinguido aún, proclamé, el pasado mes de octubre, el Año del Rosario. Después de proponer de nuevo con vigor a Cristo como único Redentor del mundo, he deseado que este año se caracterice por una presencia particular de María. En la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae escribí que “el rosario es una oración orientada por su naturaleza hacia la paz, por el hecho mismo de que contempla a Cristo, Príncipe de la paz y “nuestra paz” (Ef 2, 14). Quien interioriza el misterio de Cristo -y el rosario tiende precisamente a eso- aprende el secreto de la paz y hace de él un proyecto de vida” (n. 40).
Que María nos ayude a descubrir el rostro de Jesús, Príncipe de la paz. Que ella nos sostenga y acompañe en este año nuevo, y nos obtenga a nosotros y al mundo entero el anhelado don de la paz. ¡Alabado sea Jesucristo!
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