San Pablo habla de los dones del Espíritu Santo en su primera carta a los Corintios (12, 4-11), en su carta a los Romanos (12, 6–8), y de nuevo en Efesios (4, 11–12). Las personas dentro de la Renovación Carismática Católica están familiarizadas con estos pasajes, y son frecuentes las enseñanzas y debates en reuniones de oración carismáticas y encuentros de comunidades en estar abiertos al Espíritu Santo, y cómo usar los dones que Él nos ha dado a cada uno de nosotros para la edificación del Cuerpo de Cristo. Sin embargo, los dones en sí mismos no nos hacen necesariamente santos. Una vez escuché hablar de un pastor que tenía un gran don de sanación, que a menudo utilizaba orando por personas enfermas.
Sin embargo, aunque su vida estaba en cierto desorden por su adicción al alcohol, todavía era capaz de utilizar el don de ayudar a aquéllos que necesitaban sanación. También están aquellas personas que se enorgullecen de sí mismos por dones que han recibido de Dios. Incluso en tiempos de San Pablo este orgullo de sí mismos se había vuelto un problema en algunas comunidades, y Pablo se ve movido a tratar este problema en lo que parece haberse vuelto una especie de competición dentro de la comunidad sobre quien tenía los dones mayores. “Por tanto, hermanos, aspirad al don de la profecía, y no estorbéis que se hable en lenguas. Pero hágase todo con decoro y orden” (1 Cor. 14:39–40). Es peligroso para cualquiera el reclamar “una línea directa con Dios”, y yo he visto a buenos servidores, caer en la trampa de creerse superiores en sus dones a aquéllos a quienes juzgan como miembros “menos dotados” de la comunidad.
Creo que los dones que da el Espíritu Santo son interminables, y creo que el mayor don de todos que procede del Bautismo en el Espíritu Santo es la gracia de entrar en una relación más profunda, más personal con Jesucristo. De ese don sublime una persona pasará a compartir de una manera cada vez más profunda la vida de Cristo, y creo que esto es lo que nos conduce a ser santos.
A mí me gusta definir la santidad como volverse más como Aquel a quien amo. La evidencia de esta santidad se verá en la vida de una persona de un modo parecido a los Sacramentos, que son un signo externo de una gracia interna. A estas virtudes se las denomina “los frutos del Espíritu Santo”. En carta a los de Galacia, San Pablo trata por primera vez estas cosas (los frutos malos) que están en completa oposición a las obras del Espíritu Santo. Enumera de la siguiente manera estos signos externos a los que describe como las obras de la carne. “Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios” (Gal. 5,19–21).
Siempre que leo estos versículos me doy cuenta de que nada en nuestra época es muy diferente a lo que San Pablo vio en las diferentes culturas de su tiempo hace casi 2000 años. Incluso remontándonos al 3er siglo a. de C. el autor del Libro del Eclesiastés se vio movido a escribir: “Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará. Nada nuevo hay bajo el sol” (Ec 1,9). Sin duda la tecnología y las técnicas de comunicación han progresado asombrosamente hasta el siglo 21, pero al leer la lista de “frutos malos” de San Pablo que se originan en las obras del maligno, podemos ver que la naturaleza humana es tan vulnerable en este siglo como lo era en el tiempo de San Pablo.
La verdad por supuesto es que por la muerte y resurrección de Jesucristo se nos da la gracia de ser salvados de la condena eterna, pero nuestra salvación última nos exige aferrarnos constantemente a Jesús utilizando las armas dadas por el Espíritu Santo para resistir la furia y el odio que el diablo y sus seguidores nos tienen. San Pablo nos recuerda que debemos seguir luchando para llegar a esa meta final: “No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús. Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús” (Fil 3, 12-14). Esto es por lo que debemos profundizar cada vez más en nuestra relación con Jesús, y tomarnos en serio Su advertencia “…porque separados de mí no podéis hacer nada” (Juan 15, 5).
Pero no estamos solos en esta lucha hacia la eternidad. Sabemos que Jesús envió el Espíritu Santo el día de Pentecostés y transformó a ese asustado grupo de seguidores, en la estancia superior, en las personas que a la larga cambiarían el mundo por el testimonio de sus vidas. Demostraron por su santidad lo que Jesús había enseñado cuando dijo: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 16).
Durante 2000 años desde el tiempo de los Apóstoles, hombres y mujeres que han dirigido sus vidas a una relación profunda con Jesús han producido buenos frutos al proclamarle como Señor, a menudo a un mundo hostil que a lo largo de los siglos a veces ha producido frutos malos por la opresión al débil, la injusticia, la guerra y la destrucción.
Volvamos ahora a mirar una vez más la carta de San Pablo a los Gálatas donde explica detalladamente lo que considera “frutos buenos”. “En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí”. Desde hace mucho tiempo sostengo la idea de que dentro de la Renovación Carismática Católica es importante que aquellos a los que se les ha concedido un papel de servidor (liderazgo) no deben basar la calidad de su servicio sólo en lo que dicen o predican o enseñan. Los frutos del Espíritu deben ser más que evidentes en las vidas que lleven, y el testimonio de su relación con Jesús con seguridad responderá a la pregunta “¿qué proclama mi vida a otros?” En el sermón de la Montaña, Jesús nos exhorta: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5:16). En otras palabras si nos tomamos en serio esta orden podríamos atrevernos a sugerirles a otros: “No hagan lo que digo, sino que hagan lo que hago”.
Distintas traducciones pueden mostrar palabras alternativas para describir estas nueve virtudes. Por ejemplo algunos textos utilizan la palabra “humildad” en vez de “mansedumbre”. Si pretendemos conducir a otros a Cristo una virtud importante debe ser la humildad, y yo creo que mientras una persona se ve atraída a una relación más profunda con Jesús, uno de los frutos de este encuentro será un corazón humilde. A menos que el corazón crezca en humildad para volverse como el corazón de Jesús no es posible conmover la vida de otros, y esto es así especialmente para los servidores en la Renovación Carismática Católica. A lo largo de los años he visto a muchos buenos servidores que simplemente han desaparecido, y en algunos caso incluso han abandonado su fe católica. Siempre es una tentación sutil apartar los ojos de Jesús y volverlos hacia uno mismo.
Cuando María Magdalena se encontró con el Cristo Resucitado al lado del sepulcro, San Juan en el relato de su Evangelio la retrata como “agarrándose” a Él. Nosotros Sus amados seguidores resolvamos siempre agarrarnos a Él, y repetir en nuestros corazones las palabras de San Pablo: “Cristo es todo y en todos”. (Colosenses 3, 11)
Publicado por ICCRS - Boletin Julio/Setiembre 2009
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