En verdad no hay ceguera más grande que la nuestra. Estando tan repletos de abyección y miseria, queremos sin embargo ser tenidos en algo. Y ¿quién nos ciega de esa manera sino nuestro amor propio, el cual, además de ser ciego de por sí, ciega a aquel en quien mora? Cuando pintan a Cupido, lo hacen con los ojos vendados porque dicen que el amor es ciego. Esto, mejor se debe entender del amor propio, que carece de ojos para ver su abyección y la nada de la que ha salido y ha sido amasado. Es ciertamente una gracia grande cuando nos da Dios su luz para conocer nuestra miseria, es señal de conversión interior. El que se conoce bien, no se enfada cuando ve que le tienen y le tratan por lo que es, pues ha recibido esa luz que le ha dejado libre de su ceguera.
Y ved qué maravilla: Dios propone los misterios de la fe a nuestra alma en medio de oscuridades y tinieblas, de modo que no vemos las verdades sino solamente las entrevemos. Sin embargo el acto de fe consiste en someter nuestro espíritu, que ha recibido la agradable luz de la verdad, en adherirse a ella mediante una dulce, poderosa y sólida seguridad y certidumbre, basada en la autoridad de la revelación que se le hace.
Y por fin, oh Teótimo, esta seguridad que al espíritu humano le dan de las cosas reveladas y de los misterios de la fe, empieza por un sentimiento amoroso, de modo que la fe encierra en sí un principio de amor que experimenta nuestro corazón hacia las cosas divinas.
Francisco de Sales
Tratado del Amor de Dios: La ceguera del amor propio
«Le llevaron un ciego, rogándole que le tocara» (Mc 8,22)
Libro II, Capítulo 14 - IV, 133-135
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