Son muchos los pasos de las enseñanzas de Cristo que ponen de manifiesto el amor-misericordia bajo un aspecto siempre nuevo. Basta tener ante los ojos al Buen Pastor en busca de la oveja extraviada (Mt 18, 12s; Lc 15, 3s) o la mujer que barre la casa buscando la dracma perdida (Lc 15, 8s). El evangelista que trata con detalle estos temas en las enseñanzas de Cristo es san Lucas, cuyo evangelio ha merecido ser llamado «el evangelio de la misericordia»…
Cristo, al revelar el amor-misericordia de Dios, exigía al mismo tiempo a los hombres que a su vez se dejasen guiar en su vida por el amor y la misericordia. Esta exigencia forma parte del núcleo mismo del mensaje mesiánico y constituye la esencia del ethos evangélico. El Maestro lo expresa bien sea a través del mandamiento definido por él como « el más grande» (Mt 22,38), bien en forma de bendición, cuando en el discurso de la montaña proclama: « Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7).
De este modo, el mensaje mesiánico acerca de la misericordia conserva una particular dimensión divino-humana. Cristo —en cuanto cumplimiento de las profecías mesiánicas—, al convertirse en la encarnación del amor que se manifiesta con peculiar fuerza respecto a los que sufren, a los infelices y a los pecadores, hace presente y revela de este modo más plenamente al Padre, que es Dios « rico en misericordia » (Ef 2, 4). Asimismo, al convertirse para los hombres en modelo del amor misericordioso hacia los demás, Cristo proclama con las obras, más que con las palabras, la apelación a la misericordia que es una de las componentes esenciales del ethos evangélico. En este caso no se trata sólo de cumplir un mandamiento o una exigencia de naturaleza ética, sino también de satisfacer una condición de capital importancia, a fin de que Dios pueda revelarse en su misericordia hacia el hombre: …los misericordiosos… alcanzarán misericordia.
San Juan Pablo II, papa
Encíclica: Misericordia con las obras, no con las palabras.
Carta encíclica “Dives in Misericordia”, § 3.
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