Evangelio según San Marcos 8,1-10.
En esos días, volvió a reunirse una gran multitud, y como no tenían qué comer, Jesús llamó a sus discípulos y les dijo:
"Me da pena esta multitud, porque hace tres días que están conmigo y no tienen qué comer.
Si los mando en ayunas a sus casas, van a desfallecer en el camino, y algunos han venido de lejos".
Los discípulos le preguntaron: "¿Cómo se podría conseguir pan en este lugar desierto para darles de comer?".
El les dijo: "¿Cuántos panes tienen ustedes?". Ellos respondieron: "Siete".
Entonces él ordenó a la multitud que se sentara en el suelo, después tomó los siete panes, dio gracias, los partió y los fue entregando a sus discípulos para que los distribuyeran. Ellos los repartieron entre la multitud.
Tenían, además, unos cuantos pescados pequeños, y después de pronunciar la bendición sobre ellos, mandó que también los repartieran.
Comieron hasta saciarse y todavía se recogieron siete canastas con lo que había sobrado.
Eran unas cuatro mil personas. Luego Jesús los despidió.
En seguida subió a la barca con sus discípulos y fue a la región de Dalmanuta.
RESONAR DE LA PALABRA
Queridos hermanos:
El autor del Génesis, perteneciente a la sociedad agrícola de su tiempo, sabe que las cosechas no siempre se corresponden con el sudor derramado sobre el campo, y que las culebras se arrastra por la tierra… Conoce, además, los dolores que acompañan al parto. Sobre todo, es consciente de que el hombre busca una felicidad que, en vez de salirle al encuentro, parece huir de él: las puertas del paraíso anhelado son infranqueables. En su reflexión sobre tanto mal, se pregunta por las causas, y elabora una respuesta imaginativa; nuevamente nos encontramos con el género etiología.
Ese mundo idílico, supuestamente perdido a causa del pecado, en realidad no existió nunca. La Biblia no enseña cosmogénesis, ni entiende de glaciaciones, o de evolucionismo. Pero ciertamente sabe que muchos males de nuestro mundo proceden de la maldad moral del hombre, con la cual Dios no está de acuerdo. Y sabe que quien está en harmonía con sus hermanos y con Dios lleva en sí mismo un manantial de felicidad.
Por otra parte, ve al ser humano como el centro de la creación, la cual camina hacia donde él la conduzca. Y eso lo expresa mediante el deterioro que todo sufre cuando el hombre deteriora su propia existencia; “el hombre es el pastor del ente”, escribió un filósofo del siglo pasado. San Pablo dirá que la creación está sometida a la vanidad por uno que la sometió, no por propia responsabilidad. Y al mismo tiempo formula una esperanza: cuando el hombre sea plenamente recuperado, redimido, también la creación participará de la gloria de los hijos de Dios, cuya manifestación está aguardando con dolores como de parto… (Rm 8, 22).
Mientras tanto, la Iglesia celebra anticipada y sacramentalmente esa omnipresencia del bien. El mandato de Jesús “dadles vosotros de comer” es el origen de una fiesta de la fraternidad. Sobre lo poco que el hombre puede aportar, viene el poder de Jesús y aparece algo así como un mundo nuevo; se cumple la petición de un himno vespertino que dice: “Si poco fue el amor en nuestro empeño/ de darle vida al día que fenece/, convierta en realidad lo que fue un sueño/ tu gran amor, que todo lo engrandece”.
Efectivamente, la multiplicación de los panes que narra Marcos es la aparición de un mundo nuevo. Se sacia el hambre material y tiene lugar también un acontecimiento de comunión humana y una anticipada celebración eucarística; el evangelista narra la acción de Jesús con las mismas palabras de la Última Cena. El grupo es numeroso, y el milagro sucede fuera de Palestina, en tierra pagana. Los seguidores de Jesús se juntan con muchos extraños: “los príncipes de los gentiles se reúnen con el pueblo del Dios de Abrahán” (Sal 47,9). Ya no hay hambre, ya no hay disensión, ya no existe el extranjero. Cuando abrimos a los demás el corazón y la capaza, Jesús actúa, y se anticipa “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Apocalipsis 21,1), el objeto de nuestra esperanza.
Nuestro hermano
Severiano Blanco cmf
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