La sal de la penitencia
Todo cristiano debe seguir al Maestro, renunciando a sí mismo, llevando su cruz y participando en los sufrimientos de Cristo (Mt 16,24). Así, transfigurado a imagen de su muerte, se vuelve capaz de meditar la gloria de la resurrección. Igualmente seguirá a su Maestro no viviendo ya más para sí, sino por aquél que le amó y se entregó a sí mismo por él como también para sus hermanos, completando «en su carne lo que falta a los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia» (Ga 2,20; Col 1,24).
Además, estando la Iglesia íntimamente unida a Cristo, la penitencia de cada cristiano tiene igualmente una relación propia e íntima con toda la comunidad eclesial. En efecto, no es tan sólo a través del bautismo en el seno de la Iglesia que recibe el don fundamental de la metanoia, es decir, del cambio y renovación del hombre todo entero, sino que este don es restaurado y reafirmado por el sacramento de la penitencia en los miembros del Cuerpo de Cristo que han caído en pecado. «Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de Éste, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual, con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión» (Vaticano II: LG 11). Es, en fin, en la Iglesia que la pequeña obra de penitencia que se impone a cada penitente en el sacramento participa, de manera especial, en la expiación infinita de Cristo.
San Pablo VI
papa 1963-1978
Constitución apostólica «Paenitemini»
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