sábado, 16 de febrero de 2019

Meditación: Marcos 8, 1-10

Me da lástima esta gente:
ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer.
Marcos 8, 2

Probablemente, todos hemos experimentado “épocas de desierto” en la vida, aquellos períodos en los que nos hemos sentido sobrecogidos de sequedad y flaqueza física, emocional y espiritual. Esas ocasiones de necesidad extrema son a veces provocadas por disensiones familiares, grave necesidad financiera, casos de depresión o confusión en cuanto a lo que Dios espera de nosotros.

Las épocas de desierto causan en el ser humano un hambre y una sed de “algo más”, un anhelo de buscar a Dios con mayor entrega y fidelidad, y el firme propósito de descubrir la voluntad divina. Si miramos al pasado, sin duda que percibiremos la mano de Dios. Reflexionando en las ocasiones en que nos ha sucedido esto, nos daremos cuenta de que precisamente en esos momentos, que nos parecían terribles y como de maldición, la mano de Dios estaba seguramente allí para bendecirnos.

Fue precisamente en un lugar desértico donde Jesús realizó el milagro de la multiplicación de panes y peces (Marcos 8, 4). Lo magnífico es que, de la misma manera como se preocupó de alimentar a esos seguidores en el desierto, hoy actúa con atención especial durante los desiertos de nuestra vida. Es cierto que a veces el Señor nos lleva al páramo, a lugares desconocidos e incómodos, pero lo hace para que tengamos un encuentro más íntimo con él. En esos momentos, los placeres que ofrece el mundo parecen menos atractivos y el Señor crea en nosotros un anhelo más intenso de estar en su compañía. Posiblemente nos permita ver el grado en el cual el pecado ha menoscabado nuestra amistad con él, o quizá nos conceda el privilegio de percibir el enorme anhelo que él tiene de que regresemos a su lado con un corazón contrito.

¡En la llanura Jesús transformó siete panes y un pescadito en una cantidad de alimento suficiente para saciar a cuatro mil personas! ¿No es maravilloso que hoy pueda y quiera hacer algo similar por nosotros? Lo que sucede es que muchas veces no llegamos a reconocer lo muy necesitados que somos hasta que nos encontramos en el desierto. ¡Qué gran lección de humildad! Con todo, qué hermoso y vivificante resulta el fruto de tales encuentros con el Señor.
“Padre celestial, perdóname por creerme autosuficiente y acepta mi declaración de que pongo mi vida entera en tus manos santas y poderosas.”

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