Vemos claramente en el Evangelio que Jesús deseaba que los fariseos también se salvaran. Eran quienes dirigían la vida espiritual del Pueblo escogido, pero cuando ellos lo rodeaban para tratar de desbaratar sus enseñanzas y deshacerse de él, profundos suspiros de tristeza se le escapaban de los labios.
Jesús ansiaba enseñarles muchas cosas acerca del Padre y darles a conocer el valor incalculable de su Reino, pero los fariseos no aceptaban nada de eso. Tan ciegamente querían impedir la propagación del Evangelio, que al parecer no tenían la menor idea de que el predicador que lo anunciaba era el propio Mesías esperado durante siglos. Mientras conspiraban para combatir y finalmente destruir a Jesús, seguramente creían que estaban haciendo la voluntad de Dios. Eran duros de corazón y ciegos a la verdad, por lo que justificaban su odio y sus planes homicidas.
Sin embargo, a pesar de todo esto, Cristo Jesús nunca dejó de amarlos de corazón. Durante sus oraciones nocturnas, el Señor debe haber intercedido frecuentemente por ellos, imaginando que se presentaban ante el Padre celestial ya lavados y vestidos de túnicas resplandecientes. Esta extrema necesidad de ellos aumentaba más el anhelo de Cristo de ofrecer su vida en sacrificio por los pecados de todos sus hijos. Él, que era el Cordero de Dios, quería “que todos se salven y lleguen a conocer la verdad” (1 Timoteo 2, 4). Incluso sentía gran dolor cuando se perdía una sola de las muchas ovejas (Lucas 15, 3-7).
¿Podemos expresar nosotros el mismo tipo de amor por los que nos tratan mal o incluso nos odian? ¡Claro que esa no es una reacción natural en el ser humano! Con todo, este es el amor que Cristo nos invita a compartir con nuestros semejantes; el amor que vence el mal con el bien, que perdona las ofensas setenta veces siete, que nos asegura que se nos perdonarán nuestras propias maldades. Este amor supera con creces la simple tolerancia; es una aceptación poco común de la persona misma de nuestro hermano o hermana, de su bondad como hijo o hija de Dios. Cuando lo que nos mueve es este tipo de amor, somos libres para amar al pecador, sin dejar de reconocer y rechazar el pecado. Cuando hacemos esto, imitamos la actitud de Dios.
“Jesús amado, tu amor me deja siempre asombrado. Lléname el corazón de tu amor divino, Señor, para que yo pueda prodigarlo a los demás.”
Génesis 4, 1-15. 25
Salmo 50, 1. 8. 16-17. 20-21
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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