domingo, 17 de febrero de 2019

Hemos de trabajar por la paz, para que se nos llame «los hijos de Dios»

«Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis» (Lc 6,21)
Cuando nuestro Señor y Salvador recorría numerosas ciudades y regiones, predicando y curando todas las enfermedades y todas las dolencias, al ver el gentío –como nos refiere la lectura que acabamos de oír– subió a la montaña. Con razón el Dios Altísimo sube a una altura, para allí predicar sublimes doctrinas a hombres deseosos de escalar las más sublimes virtudes.

Y es justo que la ley nueva se predique en una montaña, ya que la ley de Moisés fue dada en un monte. Esta consta de diez preceptos, destinados a iluminar y reglamentar la vida presente; aquélla consta de ocho bienaventuranzas, ya que conduce a sus seguidores a la vida eterna y a la patria celestial.

Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Por tanto, los sufridos han de ser de carácter tranquilo y sinceros de corazón. Que su mérito no es irrelevante lo evidencia el Señor, cuando añade: Porque ellos heredarán la tierra. Se refiere a aquella tierra de la que está escrito: Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Así pues, heredar esa tierra equivale a heredar la inmortalidad del cuerpo y la gloria de la resurrección eterna.

La mansedumbre no sabe de soberbia, ignora la jactancia, desconoce la ambición. Por eso, no sin razón exhorta en otro lugar el Señor a sus discípulos, diciendo: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso.

Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. No los que deploran la pérdida de seres queridos, sino los que lloran los propios pecados, los que con lágrimas lavan sus delitos; o también los que lamentan la iniquidad de este mundo o lloran los pecados ajenos.

Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán «los hijos de Dios». Fíjate en el inmenso mérito de los que trabajan por la paz, pues ya no son llamados siervos, sino «los hijos de Dios». Y no sin razón, pues quien ama la paz, ama a Cristo, el autor de la paz, a quien el apóstol Pablo llamó «paz», cuando dijo: El es nuestra paz. En cambio, quien no ama la paz, propugna la discordia, pues ama al diablo que es el autor de la discordia. En efecto, él fue el primero en sembrar la discordia entre Dios y el hombre, pues arrastró al hombre a la transgresión del precepto de Dios. Y si el Hijo de Dios bajó del cielo, fue justamente para condenar al diablo, autor de la discordia, y hacer las paces entre Dios y el hombre, reconciliando al hombre con Dios y devolviendo al hombre el favor divino. Por lo cual, hemos de trabajar por la paz, para merecer ser llamados «los hijos de Dios», ya que sin la paz no sólo perdemos el nombre de hijos, sino el mismo nombre de siervo, pues dice el Apóstol: Buscad la paz, sin la cual nadie puede agradar a Dios.

Cromacio de Aquilea
Sermones: Hemos de trabajar por la paz, para que se nos llame «los hijos de Dios»
«Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis» (Lc 6,21)
Sermón 39: SC 164, 216-220

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