Nuestros pecados son el capital del demonio, mismo que nosotros acumulamos en nuestras almas y con el cual nos enriquecemos.
Nuestros pecados son el capital del demonio, mismo que nosotros acumulamos en nuestras almas y con el cual nos enriquecemos. Este capital se conserva en nosotros cual tesoro diabólico. No olvidemos que, quienes almacenan pecados en sus almas, se hallan bajo el poder del maligno, de acuerdo a las palabras del Santo Apóstol Pedro: “somos esclavos de aquel que nos ha dominado” (II Pedro 2, 19). El demonio puede pretender, con justicia, que los pecadores le pertenecen, porque trabajan para él.
Si, no obstante, el pecador expulsa todos sus pecados, confesándose con frecuencia, si se arrepiente de sus faltas e inicia un camino nuevo y correcto que le lleve a Cristo, escapará del sometimiento del maligno. Y cuando éste —reclamando el derecho que tenía sobre la ofrenda que antes se le presentaba— penetre en el alma del hombre y vea que ahí no queda ya nada suyo, ningún ahorro, saldrá huyendo lleno de vergüenza.
Nuestro Señor Jesucristo se une a tales almas puras de pecados y vicios, sobre todo en el misterio inefable de la Santa Eucaristía. Por medio de éste, la Divina Sangre brota sobre nuestras almas débiles y enfermas, y nosotros nos volvemos nuevamente buenos y dignos de la vida espiritual. El alma que se une al Señor adquiere fuerzas y se puede oponer de mejor manera a los demonios y a las pasiones que estos nos inoculan.
(Traducido de: Arhimandritul Serafim Alexiev, Viața duhovnicească a creștinului ortodox, ediția a II-a, traducere din limba bulgară de Valentin-Petre Lică, Editura Predania, București, 2010, p. 40) publicado por Doxología
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