Estaba también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.
RESONAR DE LA PALABRA
Queridos Hermanos:
El nacimiento del Hijo de Dios en nuestra carne es un hecho de tal envergadura que requiere tiempo para reflexionarse y asimilarse. Por eso, Navidad –como pascua de resurrección- tiene octava; es como si la fiesta durase no un día sino una semana.
Y cada texto evangélico de estos días, en su aparente ingenuidad, nos va subrayando diversos aspectos de la humanidad de Jesús. El de hoy nos habla de su situación de verdadero niño, limitado y menesteroso, y por tanto necesitado de tutela, de aprendizaje y de maduración: “crecía en sabiduría y en gracia”. En el cristianismo de todas las épocas ha estado presente, de una u otra forma, la inclinación monofisita, es decir, la tendencia a afirmar la divinidad de Jesús sin aceptar plenamente su humanidad. Es ciertamente paradójico que un ser divino pueda crecer y estar sometido a un proceso pedagógico; pero esa es justamente la paradoja de la fe cristiana: que la Palabra eterna se haya hecho carne temporal (Jn 1,14), humanidad sometida a las leyes del universo y a las limitaciones de una cultura. El domingo pasado celebrábamos la fiesta de la Sagrada Familia; un título de grandeza de María y de José es haber guiado los primeros pasos de Jesús en el campo de la oración, la religiosidad y la conceptualización de la fe de Israel.
Con muy buen criterio, la liturgia de esta semana nos va presentando diversos pasajes del escrito designado como “Primera Carta de Juan” (no es carta, sino homilía o meditación). La preocupación fundamental del autor es corregir el “docetismo” o monofisismo incipiente: el anticristo es el que niega que Jesús encarnado pueda ser el Cristo (1Jn 2,22; cf 2Jn 7). Está combatiendo a cristianos demasiado “espirituales”, que viven una fe de la evasión, descuidando el compromiso con la historia y su manifestación más elemental: el amor fraterno. El cristiano auténtico sigue a Jesús encarnado, es “mundano” en el mejor sentido del término.
Pero se trata de una peculiar mundanidad. El IV evangelio (muy emparentado con 1Jn) sabe que el mundo es bueno, pues fue creado por la Palabra eterna (Jn 1,10), y que Dios lo amó hasta enviar a su Hijo para que el mundo se salve…” (Jn 3,16). Sin embargo, en su oración de despedida, Jesús dice al Padre que los discípulos “están en el mundo pero no pertenecen al mundo” (Jn 17,16); en esa línea nos dice hoy 1Jn que no amemos al mundo, ya que lo que hay en él es pecaminosidad: soberbia, lascivia, ambición… Es decir, en la hermosa creación de Dios, de la que Dios mismo se ha hecho parte por la encarnación, se han infiltrado tendencias hostiles a Él. En ese mismo sentido el papa Francisco, desde el comienzo de pontificado, ha puesto a la Iglesia en guardia contra la “mundanización”; el autor de la encíclica Laudato Si (en elogio y defensa del mundo creado) nos exhorta a evitar la ostentación, la insensibilidad, el inmediatismo irresponsable… Todo eso sería el “mundo” que Jesús encarnado no amó ni asumió, sino frente al que nos previno.
Seamos comprometidamente “mundanos”, amantes de la creación, de la humanidad, de la historia, como Jesús, sin dejarnos devorar por su deformación egoísta que se llama “mundanidad”.
Tu hermano
Severiano Blanco cmf
fuente Portal Ciudad Redonda
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