martes, 8 de diciembre de 2015
La ocultación de Dios y la oscuridad de la fe
Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano)
Lunes, 7 de diciembre de 2015
Fuente CIUDAD REDONDA
Cuando al principio empecé a enseñar teología, soñaba con escribir un libro sobre la ocultación de Dios. ¿Por qué Dios permanece escondido e invisible? ¿Por qué Dios no se muestra sencillamente de un modo que nadie pueda cuestionar?
Una de las respuestas normales a esa pregunta era esta: Si Dios se manifestase sencillamente no habría ninguna necesidad de fe. Pero eso pedía la pregunta: ¿Quién quiere la fe? ¿No sería mejor ver simplemente a Dios? Había otras respuestas a esa pregunta, por supuesto, aunque no las conocía ni captaba con suficiente profundidad para que fueran significativas. Por ejemplo, una respuesta de esas me enseñaba que Dios es espíritu puro y que el espíritu no puede ser percibido a través de nuestros sentidos humanos normales. Pero eso me parecía demasiado abstracto. Así que empecé a buscar diferentes respuestas o mejores enunciaciones de nuestro caudal de respuestas a esta pregunta. Y hubo un vaso de oro al final de la búsqueda que me llevó a los místicos, particularmente a Juan de la Cruz, y a escritores espirituales tales como Carlo Carreto.
¿Cuál es su respuesta? Ellos no ofrecen respuestas simples. Lo que ofrecen en vez son varias perspectivas que arrojan luz sobre la inefabilidad de Dios, el misterio de la fe y el misterio del conocimiento humano en general. En esencia, cómo conocemos como seres humanos y cómo conocemos a Dios, es profundamente paradójico, esto es, cuanto más profundamente conocemos algo, tanto más esa persona u objeto empieza a hacerse menos conceptualmente claro. Uno de los más famosos místicos de la historia sugiere que cuando nos adentramos en una intimidad más profunda, concomitantemente nos adentramos en una “nube de desconocimiento”, a saber, en un conocimiento tan profundo que ya no puede ser conceptualizado en delante. ¿Qué significa esto?
Tres analogías nos pueden ayudar aquí: la analogía de un bebé en el vientre de su madre; la analogía de la oscuridad como excesiva luz; y la analogía de la intimidad profunda como destruyendo nuestras imágenes conceptuales.
Primera: Imagínate a un bebé en el vientre de su madre. En el vientre, el bebé está tan totalmente envuelto y rodeado por la madre que, paradójicamente, no puede ver a la madre y no puede tener el menor concepto de ella. Su incapacidad para ver o imaginarse a su madre es causada por la omnipresencia de su madre, no por su ausencia. La madre está demasiado presente, demasiado omni-envolvente, para ser vista o conceptualizada. El bebé tiene que nacer para ver a su madre. Lo mismo pasa entre nosotros y Dios. La Escritura nos dice que vivimos, nos movemos, respiramos y tenemos nuestro ser en Dios. Estamos en el vientre de Dios, envueltos por Dios y, como un bebé, primeramente tenemos que nacer (la muerte como nuestro segundo nacimiento) para ver a Dios cara a cara. Eso es la oscuridad de la fe.
Segunda: La excesiva luz resulta oscuridad. Si clavas la vista directamente en el sol con los ojos desprotegidos, ¿qué ves? Nada. El exceso de luz te deja tan ciego como si estuvieras en total oscuridad. Y esa es también la razón por la que tenemos dificultad para ver a Dios y, generalmente, por qué cuanto más profundamente entramos en intimidad con Dios, tanto más profundamente vamos entrando en la Luz, tanto más tenemos la impresión de que Dios desaparece y viene a ser más y más duro pintarlo o imaginarlo. Estamos siendo cegados, no por la ausencia de Dios, sino por una luz que ciega nuestros ojos desprotegidos. La oscuridad de la fe es la oscuridad de la excesiva luz.
Una analogía final: La intimidad profunda es iconoclasta. Cuanto más profunda es nuestra intimidad con uno, tanto más empiezan a derrumbarse las figuras e imágenes de esa persona. Imagínate esto: Un amigo te dice: “Te entiendo perfectamente. Conozco a tu familia, tu origen, tu etnia, tu índole psicológica y emocional, tus fortalezas, tus debilidades y tus hábitos. Te comprendo”. ¿Te sentirías comprendido? Sospecho que no. Ahora imagínate un escenario muy diferente: Un amigo te dice: “Tú eres un misterio para mí. Hace años que te conozco, pero tienes una profundidad que me sobrepasa de alguna manera. Cuanto más sigo conociéndote, tanto más sé que eres tu propio misterio”. En esta no-comprensión, en la permisión de ser el misterio total de tu propia persona en esa comprensión del amigo, tú, paradójicamente, te sentirías mucho mejor comprendido. Juan de la Cruz refiere que cuanto más profundamente entramos en intimidad, tanto más empezaremos a entender no comprendiendo que comprendiendo. Nuestra relación con Dios funciona de la misma manera. Inicialmente, cuando nuestra intimidad no es tan profunda, sentimos que entendemos cosas y tenemos sentimientos e ideas firmes sobre Dios. Pero, cuanto más profundamente entramos en intimidad, tanto más empezaremos a sentir falsos y vacíos esos sentimientos e ideas, porque nuestra creciente intimidad nos está abriendo a un misterio más completo de Dios. Paradójicamente, esto hace sentir como si Dios desapareciera y viniera a ser no-existente.
La fe, por definición, implica una oscuridad paradójica. Cuanto más nos acercamos a Dios en esta vida, tanto más tenemos la sensación de que Dios desaparece, porque la luz deslumbrante puede parecer como oscuridad.
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