San Beda el Venerable (c. 673-735), monje benedictino, doctor de la Iglesia
Homilía 12, para la vigilia de Pentecostés; PL 94 196-197
“Cargad con mi yugo y...hallaréis descanso.” (Mt 11,29)
El Espíritu Santo dará a los justos la paz perfecta de la vida eterna. Pero ya desde ahora les concede una paz muy grande cuando alumbra en ellos el fuego celestial del amor. El apóstol Pablo dice, en efecto: “Una esperanza que no engaña porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones.” (Rm 5,5) La auténtica, la única paz de las almas en este mundo consiste en estar colmados del amor divino y animados por la esperanza del cielo, hasta tal punto que uno considera como poca cosa los éxitos o fracasos de aquí abajo y se despoja completamente de los deseos y las codicias de este mundo. En cambio llega a alegrarse de las injurias y persecuciones sufridas por Cristo, de manera que pueda decir con Pablo: “nos sentimos orgullosos esperando participar de la gloria de Dios. Y no sólo esto, sino que hasta de las tribulaciones nos sentimos orgullosos...” (Rm 5,2)
Aquel que piensa encontrar su paz en los gozos del mundo y en sus riquezas, se equivoca. Las dificultades frecuentes de aquí abajo y el fin mismo de este mundo deberían convencer a este hombre que ha puesto los fundamentos de su paz en la arena. (cf Mt 7,26) Al contrario, todos aquellos que, tocados por el soplo del Espíritu Santo, han cargado sobre si el yugo suave del amor de Dios y, según su ejemplo, han aprendido a ser mansos y humildes de corazón, gozan desde ahora de una paz que es ya imagen del reposo eterno.
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