Mateo 5, 22
¡Qué palabras tan drásticas! Pero su gravedad no hace más que poner de relieve lo mucho que Dios quiere ver que todos sus hijos vivan en armonía, con amor y respeto. Para Jesús, la unidad es una de las virtudes más elevadas y uno de los principios más importantes de la vida.
¿Te acuerdas de alguna ocasión en que la mamá o el papá estaba enfadado? ¿Qué ocurría con el resto de la familia? Probablemente todos se quedaban tensos, incómodos, tristes, o enfadados también. Si así era el clima en el hogar, es lógico suponer que la unidad peligraba y surgía más bien el aislamiento. Pero cuando una familia se propone fomentar el amor y el perdón en su hogar, es más probable que reine y se mantenga la unidad.
Ser discípulo de Jesús significa tratar de imitarlo a él, que siempre miró más allá de las deficiencias de los demás. Él miraba el corazón, y allí era donde los conocía, y por haber visto el corazón de las personas, sus deseos, necesidades, dolores, sueños y esperanzas, pudo conectarse con ellos y llevarlos a Dios. Sus detractores, en cambio, tendían a fijarse en las faltas de la gente y eso sólo creaba barreras entre ellos y Dios.
El Señor quiere brindar unidad al corazón y al hogar de sus fieles, y todo comienza cuando cada uno le pide a Cristo que nos ablande el corazón con su amor. Así estaremos más dispuestos a perdonar y no retener los resentimientos. No es necesario pretender que no hemos sido heridos; y es inútil cavar profundo para averiguar quién tuvo la culpa. Basta con llevarle al Señor nuestros dolores, traumas y sufrimientos y pedir la gracia para perdonar. Dios cambiará las situaciones para que podamos hacerlo.
San Juan de la Cruz dijo una vez que “al anochecer de la vida”, seremos juzgados por el amor. ¡Esto es inconcebible! No seremos juzgados por cuánto dinero hayamos donado, ni por las Misas a las que hayamos asistido, ni por cuánto hayamos trabajado cultivando los jardines de la parroquia; seremos juzgados solamente por cuánto hayamos amado. Y eso es algo que todos podemos hacer con la ayuda de Dios.
“Padre amado, concédeme un corazón dócil y fiel para amarte a ti y a los demás como tú me amas.”
Ezequiel 18, 21-28
Salmo 130(129), 1-8
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