martes, 1 de enero de 2019

María, Madre de Dios

San Juan Pablo II, papa
Homilía 1979
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARIA, MADRE DE DIOS Y XII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Lunes 1 de enero de 1979

1. Año 1979. Primer día del mes de enero. Primer día del año nuevo.

Al entrar hoy por las puertas de esta basílica, junto a vosotros, queridísimos hermanos y hermanas, quisiera saludar este año, quisiera decirle: ¡bienvenido!

Lo hago en el día de la octava de Navidad. Hoy es ya el día octavo de esta gran fiesta que, según el ritmo de la liturgia, concluye e inicia el año.

El año es la medida humana del tiempo. El tiempo nos habla del “transcurrir” al cual está sometido todo lo creado. El hombre tiene conciencia de este transcurrir. El no solamente pasa con el tiempo, sino que también “mide el tiempo” de su vida: tiempo hecho de días, semanas, meses y años. En este fluir humano se da siempre la tristeza de despedirse del pasado y, al mismo tiempo, la apertura al futuro.

Precisamente esta despedida del pasado y esta apertura al futuro están inscritos, mediante el lenguaje y el ritmo de la liturgia de la Iglesia, en la solemnidad de la Navidad del Señor.

El nacimiento hace referencia siempre a un comienzo, al comienzo de lo que nace. La Navidad del Señor hace referencia a un comienzo singular. En primer lugar habla de ese comienzo que precede a todos los tiempos, del principio que es Dios mismo, sin comienzo. Durante esta octava nos hemos nutrido diariamente del misterio de la perenne generación en Dios, del misterio del Hijo engendrado eternamente por el Padre: «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado» (Profesión de Fe).

En estos días hemos sido, además y de un modo particular, testigos del nacimiento terrestre de este Hijo. Naciendo, en Belén, de María Virgen, como Hombre, Dios-Verbo, acepta el tiempo. Entra en la historia. Se somete a la ley del fluir humano. Cierra el pasado: con El termina el tiempo de espera, esto es, la Anti­gua Alianza. Abre el futuro: la Nue­va Alianza de la gracia y de la reconciliación con Dios. Es el nuevo “Comienzo” del Tiempo Nuevo. Todo nuevo año participa de este Comienzo. Es el año del Señor. ¡Bienvenido año 1979! Desde tu mismo comienzo eres medida del tiempo nuevo, inscrita en el misterio del nacimiento del Señor.

2. En este primer día del año nuevo toda la Iglesia reza por la paz. Fue el gran Pontífice Pablo VI quien hizo del problema de la paz, tema de la plegaria de la primera jornada del año en toda la Iglesia. Hoy, siguiendo su noble iniciativa, tomamos de nuevo este tema con plena convicción, fervor y humildad. De hecho, en este día en que se abre el año nuevo, no es posible ciertamente formular un deseo más fundamental que el de la paz. «Líbranos del mal». Recitando estas palabras de la plegaria de Jesús es muy difícil darles un contenido distinto de aquel que se opone a la paz, la destruye, la amenaza. Así, pues, roguemos: líbranos de la guerra, del odio, de la destrucción de vidas humanas: No permitas que matemos. No permitas que se utilicen los medios que están al servicio de la muerte, la destrucción, y cuya potencia, cuyo radio de acción y de precisión traspasan los límites conocidos hasta ahora. No permitas que sean empleados jamás. «Líbranos del mal». Defiéndenos de la guerra. De todas las guerras. Padre que estás en los cielos, Padre de la vida y Dador de la paz: te lo pide el Papa, hijo de una nación que a través de la historia, y particularmente en nuestro siglo, ha sido una de las más probadas por el horror, la crueldad, el cataclismo de la guerra. Te lo pide para todos los pueblos del mundo, para todos los países y para todos los continentes. Te lo suplica en nombre de Cristo, Príncipe de la paz.

¡Qué significativas resultan las palabras de Jesucristo que recordamos todos los días en la liturgia eucarística: «La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da os la doy yo» (Jn 14, 27).

Esta dimensión de paz, es la dimensión más profunda, que sólo Cristo puede dar al hombre. Es la plenitud de la paz, radicada en la reconciliación con Dios mismo. La paz interior que comparten los hermanos mediante la comunión espiritual. Esta paz es la que nosotros imploramos antes que ninguna otra cosa. Pero conscientes de que “el mundo” por sí solo —el mundo después del pecado original, el mundo en pecado— no puede darnos esta paz, la pedimos al mismo tiempo para el mundo. Para el hombre en el mundo. Para todos los hombres. Para todas las naciones de lengua, cultura o razas diversas. Para todos los continentes. La paz es la primera condición del progreso auténtico. La paz es indispensable para que los hombres y los pueblos vivan en libertad. La paz está condicionada al mismo tiempo —como enseñan Juan XXIII y Pablo VI— por la garantía de que se asegure a todos los hombres y pueblos el derecho a la libertad, a la verdad, a la justicia, y al amor.

«La convivencia entre los hombres —enseña Juan XXIII— será consiguientemente ordenada, fructífera y propia de la dignidad de la persona humana si se funda sobre la verdad… Ello ocurrirá cuando cada uno reconozca debidamente los recíprocos derechos y las correspondientes obligaciones. Esta convivencia así descrita llegará a ser real cuando los ciudadanos respeten efectivamente aquellos derechos y cumplan las respectivas obligaciones; cuando estén vivificados por tal amor, que sientan como propias las necesidades ajenas y hagan a los demás participantes de los propios bienes: finalmente, cuando todos los esfuerzos se aúnen para hacer siempre más viva entre todos la comunicación de valores espirituales en el mundo; …y debe estar integrada por la libertad, en el modo que conviene a la dignidad de seres racionales que, por ser tales, deben asumir la responsabilidad de las propias acciones» (Pacem in terris, 35; cf. Pablo VI, Populorurn progressio, 44).

La paz, por tanto, hay que aprenderla continuamente. En consecuencia, hay que educarse para la paz, como dice el Mensaje del primer día del año 1979. Hay que aprenderla honrada y sinceramente en los varios niveles y en los varios am­bientes, comenzando por los niños de las escuelas elementales, y llegando hasta los gobernantes. ¿En qué estadio de esta educación universal para la paz nos encontramos? ¿Cuánto queda todavía por hacer? ¿Cuánto hay que aprender aún?

Hoy la Iglesia venera especialmente la Maternidad de María. Esta es como un mensaje final de la octava de la Navidad del Señor. El nacimiento hace referencia siempre a la que ha engendrado, a la que da la vida, a la que da al mundo al Hombre. El primer día del año nuevo es el día de la Madre.

La vemos, pues, como en tantos cuadros y esculturas, con el Niño en brazos, con el Niño en su seno. Madre. La que ha engendrado y alimentado al Hijo de Dios. Madre de Cristo. No hay imagen más conocida y que hable de modo más sencillo sobre el misterio del nacimiento del Señor, como la de la Madre con Jesús en brazos. ¿Acaso no es esta imagen la fuente de nuestra confianza singular? ¿No es ésta la imagen que nos permite vivir en el ámbito de todos los misterios de nuestra fe y, al contemplarlos como «divinos», considerarlos a un tiempo tan «humanos»?

Pero hay aún otra imagen de la Madre con el Hijo en brazos. Y se encuentra en esta basílica; es la “Piedad”, María con Jesús bajado de la cruz, con Jesús que ha expirado ante sus ojos en el monte Gólgota, y que después de la muerte vuelve a aquellos brazos que lo ofrecieron en Belén cual Salvador del mundo.

Así, pues, quisiera unir hoy nuestra oración por la paz a esta doble imagen. Quisiera enlazarla con esta Maternidad que la Iglesia venera de modo particular en la octava del nacimiento del Señor.

Por ello digo:

«Madre, que sabes lo que significa estrechar
entre los brazos el cuerpo muerto del Hijo,
de Aquel a quien has dado la vida,
ahorra a todas las madres de esta tierra
la muerte de sus hijos,
los tormentos, la esclavitud,
la destrucción de la guerra,
las persecuciones,
los campos de concentración, las cárceles.
Mantén en ellas el gozo del nacimiento,
del sustento, del desarrollo del hombre y de su vida.
En nombre de esta vida,
en nombre del nacimiento del Señor,
implora con nosotros la paz y la justicia en el mundo.

Madre de la Paz,
en toda la belleza y majestad de tu Maternidad
que la Iglesia exalta y el mundo admira,
te pedimos:
Permanece con nosotros en todo momento.
Haz que este nuevo año sea año de paz
en virtud del nacimiento y la muerte de tu Hijo.
Amén».

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