SOLEMNIDAD DE LA SANTA MADRE DE DIOS. JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Basílica de San Pedro. Martes 1 de enero de 1980
1. Hoy ha aparecido sobre el horizonte de la historia de la humanidad una nueva fecha: 1980. Ha aparecido apenas hace pocas horas y nos acompañará todos los días que se sucederán durante este año, hasta el 31 de diciembre próximo, Saludamos a este primer día y a todo el año nuevo en todos los lugares de la tierra. Lo saludamos aquí, en la basílica de San Pedro, en el corazón de la Iglesia, con toda la riqueza del contenido litúrgico, que lleva consigo este primer día del año nuevo.
Hoy es también el último día de la octava de Navidad. La gran fiesta de la Encarnación del Verbo Eterno continúa estando presente en este día y en cierto sentido resuena en él con sus últimos ecos. El nacimiento del hombre encuentra siempre su resonancia más profunda en la madre, y por esto este último día de la octava de Navidad, que es a la vez el primer día del año nuevo, está dedicado a la Madre del Hijo de Dios. En este día veneramos su Maternidad divina, así como la venera toda la Iglesia en Oriente y en Occidente, alegrándose con la certeza de esta verdad, especialmente desde los tiempos del Concilio de Éfeso, en el 431.
Y queremos además dedicar este primer día del año nuevo, que para la Iglesia es una fiesta tan grande, a la gran causa de la paz en la tierra. Así permanecemos fieles a la verdad del Nacimiento de Dios, porque, efectivamente, a él pertenece el primer mensaje de paz en la historia de la Iglesia, pronunciado en Belén: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2, 14). En la estela de él se sitúa también el mensaje de hoy para la celebración de la Jornada mundial de la Paz, que la Iglesia dirige a todos los hombres de buena voluntad, para demostrar que la verdad es fundamento y fuerza de la paz en el mundo. Junto con este mensaje de paz van también los fervientes deseos, que la Iglesia ofrece a cada hombre, a cada uno y a todos sin excepción, con las palabras de la primera lectura bíblica de la liturgia de hoy.
“Que Yavé te bendiga y te guarde. Que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia. Que vuelva a ti su rostro y te de la paz” (Núm 6, 24-26).
2. La verdad, a la que nos remitimos en el mensaje de este año para el primero de enero, es ante todo una verdad sobre el hombre. El hombre vive siempre en una comunidad, más aún pertenece a diversas comunidades y sociedades. Es hijo e hija de su nación, heredero de su cultura y representante de sus aspiraciones. De varios modos depende de sistemas económico-sociales y políticos. A veces nos da la impresión de que está implicado en ellos tan profundamente, que parece casi imposible verlo y llegar a él personalmente; tantos son los condicionamientos y los determinismos de su existencia terrestre.
Y sin embargo es necesario hacerlo, es necesario intentarlo incesantemente. Es necesario volver constantemente a las verdades fundamentales sobre el hombre, si queremos servir a la gran causa de la paz en la tierra. La liturgia de hoy alude precisamente a esta verdad fundamental sobre el hombre, especialmente mediante la lectura fuerte y concisa de la Carta a los Gálatas. Cada uno de los hombres nace de una mujer, así como de la Mujer nació también el Hijo de Dios, el hombre Jesucristo.
¡Y el hombre nace para vivir!
La guerra siempre se hace para matar. Es una destrucción de vidas concebidas en el seno de la madre. La guerra va contra la vida y contra el hombre. El primer día del año, que con su contenido litúrgico concentra nuestra atención en la Maternidad de María, es ya por esto mismo un anuncio de paz. La Maternidad, efectivamente, revela el deseo y la presencia de la vida; manifiesta la santidad de la vida. En cambio, la guerra significa destrucción de la vida. La guerra en el futuro podría resultar una obra de destrucción absolutamente inimaginable de la vida humana.
El primer día del año nos recuerda que el hombre nace a la vida en la dignidad que le es propia. Y la primera dignidad es la que se deriva de su misma humanidad. Sobre esta base se apoya también esa dignidad que ha revelado y traído al hombre el Hijo de María: “… al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para que recibiésemos la adopción. Y por ser hijos envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba, Padre! De manera que ya no es siervo, sino hijo, y si hijo, heredero por la gracia de Dios” (Gál 4, 4-7).
La gran causa de la paz en el mundo está delineada, en sus fundamentos mismos, mediante estas dos grandezas: el valor de la vida y la dignidad del hombre. A ellas debemos remitirnos incesantemente para servir a esta causa.
3. El año 1980, que comienza hoy, nos recordará la figura de San Benito, a quien Pablo VI proclamó patrono de Europa. Este año se cumplen quince siglos de su nacimiento. ¿Acaso será suficiente un simple recuerdo, tal como se conmemoran diversos aniversarios incluso importantes? Pienso que no basta; esta fecha y esta figura tienen una elocuencia tal, que no bastará una conmemoración ordinaria, sino que será necesario volver a leer e interpretar a su luz el mundo contemporáneo.
En efecto, ¿de qué habla San Benito de Nursia? Habla del comienzo de ese trabajo gigantesco, del que nació Europa. Efectivamente, en cierto sentido, Europa nació después del período del gran imperio romano. Al nacer de sus estructuras culturales, ha sacado de nuevo, gracias al espíritu benedictino, de ese patrimonio y ha encarnado en la herencia de la cultura europea y universal todo lo que de otro modo se hubiera perdido. El espíritu benedictino está en antítesis con cualquier programa de destrucción. Es un espíritu de recuperación y de promoción, nacido de la conciencia del plan divino de salvación y educado en la unión cotidiana de oración y trabajo.
De este modo San Benito, que vivió al fin de la antigüedad, hace de salvaguardia de esa herencia que la antigüedad ha transmitido al hombre europeo y a la humanidad. Simultáneamente está en el umbral de los tiempos nuevos. en los albores de esa Europa que nacía entonces, del crisol de las migraciones de nuevos pueblos. El abraza con su espíritu también a la Europa del futuro. No solo en el silencio de las bibliotecas benedictinas y en los “scriptoria” nacen y se conservan las obras de la cultura espiritual, sino en torno a las abadías se forman también los centros activos del trabajo, en especial el de los campos; así se desarrollan el ingenio y la capacidad humana, que constituyen la levadura del gran proceso de la civilización.
4. Al recordar todo esto ya hoy, en el primer día del jubileo benedictino, debemos dirigirnos con un ardiente mensaje a todos los hombres y a todas las naciones, sobre todo a los que habitan en nuestro continente. Los temas que han impresionado a la opinión pública europea en el curso de las últimas semanas del año apenas finalizado, exigen de nosotros que se piense con solicitud en el futuro. Nos apremian a esta solicitud las noticias sobre tantos medios de destrucción, de la que podrían ser víctima los frutos de esta rica civilización, elaborados con la fatiga de tantas generaciones comenzando desde los tiempos de San Benito. Pensamos en las ciudades y en los pueblos —en Occidente y juntamente en Oriente— que con los medios de destrucción ya conocidos podrían ser reducidos completamente a montones de ruinas. En tal caso, ¿quién podría proteger en absoluto esos maravillosos nidos de la historia y centros de la vida y de la cultura de cada nación, que constituyen la fuente y el apoyo para pueblos enteros en su camino tal vez difícil hacia el futuro?
Recientemente he recibido de algunos científicos una previsión sintética de las consecuencias inmediatas y terribles de una guerra nuclear. He aquí las principales:
— La muerte, por acción directa o retardada de las explosiones, de una población que podría oscilar entre 50 y 200 millones de personas.
— Una reducción drástica de recursos alimenticios, causada por la radioactividad residual en una amplia extensión de tierras utilizables para la agricultura.
— Mutaciones genéticas peligrosas, que sobrevendrían a los seres humanos, a la fauna y a la flora.
— Alteraciones considerables en la franja de ozono de la atmósfera, que expondrían al hombre a incógnitas mayores, perjudiciales para su vida.
— En una ciudad embestida por una explosión nuclear la destrucción de todos los servicios urbanos y el terror provocado por el desastre impedirían ofrecer los socorros mínimos a los habitantes, creando una obsesión terrible.
Bastarían sólo 200 de las 50.000 bombas nucleares, que se estima hay ya, para destruir la mayor parte de las ciudades más grandes del mundo. Es urgente, dicen esos científicos, que los pueblos no cierren los ojos sobre lo que puede representar para la humanidad una guerra atómica.
5. Bastan estas pocas reflexiones para hacerse una pregunta: ¿podemos continuar por este camino? La respuesta es clara.
El Papa trata el tema del peligro de la guerra y de la necesidad de salvaguardar la paz, con muchos hombres y en diversas ocasiones. El camino para tutelar la paz pasa a través de los diálogos y negociaciones bilaterales o multilaterales. Sin embargo, en su base debemos encontrar y reconstruir un coeficiente principal,, sin el cual no darán frutos por sí mismos y no asegurarán la paz. ¡Es necesario encontrar y reconstruir la confianza recíproca! Y éste es un problema difícil. La confianza no se adquiere por medio de la fuerza. Ni tampoco se obtiene sólo con declaraciones. La confianza es necesario merecerla con. gestos y hechos concretos.
“Paz a los hombres de buena voluntad”. Estas palabras pronunciadas en el momento mismo en que nació Cristo, no cesan de ser la clave de la gran causa de la paz en el mundo. Es necesario que las recuerden sobre todo aquellos de quienes más depende la paz.
6. Hoy es día de la gran y universal oración por la paz en el mundo. Nosotros unimos esta oración al misterio de la Maternidad de la Madre de Dios, y la Maternidad es un mensaje incesante en favor de la vida humana, porque se pronuncia, aun sin palabras, contra todo lo que la destruye y amenaza. Nada se puede encontrar que esté en oposición mayor a la guerra y al homicidio, como precisamente la maternidad.
Así, pues, elevemos nuestra gran oración universal por la paz en la tierra inspirándonos en el misterio de la Maternidad de Aquella, que ha dado la vida humana al Hijo de Dios.
Y. finalmente expresemos esta oración sirviéndonos de las palabras de la liturgia, que contienen un deseo de verdad, de bien y de paz para todos los pueblos de la tierra:
“El Señor tenga piedad y nos bendiga, / ilumine su rostro sobre nosotros: / conozca la tierra tus caminos, / todos los pueblos tu salvación. / ¡Oh Dios! que te alaben los pueblos, / que todos los pueblos te alaben. / Que canten de alegría las naciones, / porque riges el mundo con justicia, / riges los pueblos con rectitud, / y gobiernas las naciones de la tierra. / ¡Oh Dios!, que te alaben los pueblos, / que todos los pueblos te alaben. / La tierra ha dado su fruto. / Que. Dios nos bendiga; que te teman / hasta los confines del orbe” (Sal 67).
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