martes, 1 de enero de 2019

San Juan Pablo II - Solemnidad de María, Madre de Dios

Homilía 1997
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE MARÍA, MADRE DE DIOS
Miércoles 1 de enero de 1997

«Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús» (Lc 1, 31). Jesús quiere decir: «Dios que salva».

Jesús, nombre que le dio Dios mismo, significa que «en ninguno otro hay salvación » (Hch 4, 12) excepto en Jesús de Nazaret, que nació de María, la Virgen. En él Dios se hizo hombre, saliendo así al encuentro de todo ser humano.

«Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1, 1-2). Este Hijo es el Verbo eterno, de la misma naturaleza del Padre, que se hizo hombre para revelarnos al Padre y para hacer que pudiéramos comprender toda la verdad sobre nosotros. Nos habló con palabras humanas, y también con sus obras y con su misma vida: desde el nacimiento hasta la muerte en cruz y la resurrección.

Todo ello, desde el inicio, despierta estupor. Ya se asombraron de lo que vieron los pastores que acudieron a Belén, y los demás se maravillaron al escuchar lo que ellos les relataron acerca del Niño recién nacido (cf. Lc 2, 18). Guiados por la intuición de la fe, reconocieron al Mesías en el niño que se hallaba recostado en el pesebre y el nacimiento pobre del Hijo de Dios en Belén los impulsó a proclamar con alegría la gloria del Altísimo.

El nombre de Jesús pertenecía ya desde el inicio a aquel que fue llamado así el octavo día después de su nacimiento. En cierto sentido, ya al venir al mundo trajo consigo este nombre, que expresa de modo admirable la esencia y la misión del Verbo encarnado.

Jesús vino al mundo para salvar a la humanidad. Por eso, cuando le pusieron este nombre, se reveló al mismo tiempo quién era él y cuál iba a ser su misión. Muchos en Israel llevaban ese nombre, pero él lo llevó de modo único, realizando en plenitud su significado: Jesús de Nazaret, Salvador del mundo.

San Pablo, como hemos escuchado en la segunda lectura, escribe: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, (…) para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5). El tiempo está unido al nombre de Jesús ya desde el inicio. Este nombre lo acompaña en su historia terrena, inmersa en el tiempo, pero sin que él esté sujeto a ella, dado que en él se halla la plenitud de los tiempos. Más aún, en el tiempo humano Dios introdujo la plenitud al entrar con ella en la historia del hombre. No entró como un concepto abstracto. Entró como Padre que da la vida —una vida nueva, la vida divina— a sus hijos adoptivos. Por obra de Jesucristo todos podemos participar en la vida divina: hijos en el Hijo, destinados a la gloria de la eternidad.

San Pablo, a continuación, profundiza esta verdad: «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Ga 4, 6). En nosotros, los hombres, la filiación divina procede de Cristo y se hace realidad por obra del Espíritu Santo. El Espíritu viene a enseñarnos que somos hijos y, al mismo tiempo, a hacer efectiva en nosotros esta filiación divina. El Hijo es quien con todo su ser dice a Dios: «¡Abbá, Padre!».

Estamos tocando aquí el culmen del misterio de nuestra vida cristiana. En efecto, el nombre «cristiano» indica un nuevo modo de ser: existir a semejanza del Hijo de Dios. Como hijos en el Hijo, participamos en la salvación, la cual no es sólo liberación del mal, sino, ante todo, plenitud del bien: del sumo bien de la filiación de Dios. Y es el Espíritu de Dios quien renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104, 30). En el primer día del año nuevo la Iglesia nos invita a tomar cada vez mayor conciencia de esta verdad. Nos invita a considerar a esa luz el tiempo humano.

La liturgia de hoy celebra la solemnidad de la Madre de Dios. María es la mujer predestinada para ser Madre del Redentor, compartiendo íntimamente su misión. La luz de la Navidad ilumina el misterio de su maternidad divina. María, Madre de Jesús que nace en la cueva de Belén, es también Madre de todo hombre que viene al mundo. ¿Cómo no encomendarle a ella el año que comienza, para implorar que sea un tiempo de serenidad y de paz para toda la humanidad? El día en que se inicia este nuevo año bajo la mirada y la bendición de la Madre de Dios, invoquemos para cada uno y para todos el don de la paz.

En efecto, ya desde hace muchos años, el día 1 de enero, por iniciativa de mi venerado predecesor el Papa Pablo VI, se celebra la Jornada mundial de la paz. Nos encontramos aquí, en la basílica vaticana, también este año, a fin de implorar el don de la paz para las naciones del mundo entero.

En esa perspectiva, es significativa la presencia de los ilustres señores embajadores ante la Santa Sede, a los que saludo cordialmente. Saludo con afecto también al cardenal Roger Etchegaray, presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, y a todos sus colaboradores, a la vez que les agradezco la valiosa contribución que prestan a la difusión del mensaje de paz que la Iglesia no se cansa de repetir.

Este año el tema del mensaje para esta Jornada es: «Ofrece el perdón, recibe la paz». ¡Cuán necesario es el perdón para lograr que la paz reine en el corazón de todo creyente y de toda persona de buena voluntad! Paz y perdón constituyen un binomio inseparable. Toda persona de buena voluntad, deseosa de contribuir incansablemente a la construcción de la civilización del amor, debe hacer suya esta invitación: ofrece el perdón, recibe la paz.

La Iglesia ora y trabaja por la paz en todas sus dimensiones: por la paz de las conciencias, por la paz de las familias y por la paz entre las naciones. Siente solicitud por la paz en el mundo, pues es consciente de que sólo en la paz se puede desarrollar de modo auténtico la gran comunidad de los hombres.

Al acercarnos al final de este siglo, en el que el mundo, y especialmente Europa, han experimentado no pocas guerras y sufrimientos, ¡cuánto desearíamos que todos los hombres pudieran cruzar el umbral del año 2000 con el signo de la paz! Por esto, pensando en la humanidad llamada a vivir otro año de gracia, repetimos con Moisés las palabras de la antigua alianza: «El Señor te bendiga y te guarde; el Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 24-26). Y repetimos también con fe y esperanza las palabras del Apóstol: «Cristo es nuestra paz» (cf. Ef 2, 14). Confiamos en la ayuda del Señor y en la protección maternal de María, Reina de la paz. Fundamos esta esperanza en Jesús, nombre de salvación dado a los hombres de toda lengua y raza. Proclamando su nombre, caminamos seguros hacia el futuro, con la certeza de que no quedaremos defraudados si confiamos en el santísimo nombre de Jesús.

In te, Domine, speravi. Non confundar in aeternum. Amén.

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