SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS Y EN LA XXXV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 de enero de 2002
1. “¡Salve, Madre santa!, Virgen Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos” (cf. Antífona de entrada).
Con este antiguo saludo, la Iglesia se dirige hoy, octavo día después de la Navidad y primero del año 2002, a María santísima, invocándola como Madre de Dios.
El Hijo eterno del Padre tomó en ella nuestra misma carne y, a través de ella, se convirtió en “hijo de David e hijo de Abraham” (Mt 1, 1). Por tanto, María es su verdadera Madre: ¡Theotókos, Madre de Dios!
Si Jesús es la vida, María es la Madre de la vida.
Si Jesús es la esperanza, María es la Madre de la esperanza.
Si Jesús es la paz, María es la Madre de la paz, Madre del Príncipe de la paz.
Al entrar en el nuevo año, pidamos a esta Madre santa que nos bendiga. Pidámosle que nos dé a Jesús, nuestra bendición plena, en quien el Padre ha bendecido de una vez para siempre la historia, transformándola en historia de salvación.
2. ¡Salve, Madre santa! Bajo la mirada materna de María se sitúa esta Jornada mundial de la paz. Reflexionamos sobre la paz en un clima de preocupación generalizada a causa de los recientes acontecimientos dramáticos que han sacudido el mundo. Pero, aunque pueda parecer humanamente difícil mirar al futuro con optimismo, no debemos ceder a la tentación del desaliento.
Al contrario, debemos trabajar por la paz con valentía, conscientes de que el mal no prevalecerá.
La luz y la esperanza para este compromiso nos vienen de Cristo. El Niño nacido en Belén es la Palabra eterna del Padre hecha carne por nuestra salvación, es el “Dios con nosotros”, que trae consigo el secreto de la verdadera paz. Es el Príncipe de la paz.
3. Con estos sentimientos, saludo con deferencia a los ilustres señores embajadores ante la Santa Sede que han querido participar en esta solemne celebración. Saludo afectuosamente al presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, señor cardenal François Xavier Nguyên Van Thuân, y a todos sus colaboradores, y les agradezco el esfuerzo que realizan a fin de difundir mi Mensaje anual para la Jornada mundial de la paz, que este año tiene como tema: “No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón”.
Justicia y perdón: estos son los dos “pilares” de la paz, que he querido poner de relieve. Entre justicia y perdón no hay contraposición, sino complementariedad, porque ambos son esenciales para la promoción de la paz. En efecto, esta, mucho más que un cese temporal de las hostilidades, es una profunda cicatrización de las heridas abiertas que rasgan los corazones (cf. Mensaje, 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de diciembre de 2001, p. 7). Sólo el perdón puede apagar la sed de venganza y abrir el corazón a una reconciliación auténtica y duradera entre los pueblos.
4. Dirigimos hoy nuestra mirada al Niño, a quien María estrecha entre sus brazos. En él reconocemos a Aquel en quien la misericordia y la verdad se encuentran, la justicia y la paz se besan (cf. Sal 84, 11). En él adoramos al Mesías verdadero, en quien Dios ha conjugado, para nuestra salvación, la verdad y la misericordia, la justicia y el perdón.
En nombre de Dios renuevo mi llamamiento apremiante a todos, creyentes y no creyentes, para que el binomio “justicia y perdón” caracterice siempre las relaciones entre las personas, entre los grupos sociales y entre los pueblos.
Este llamamiento se dirige, ante todo, a cuantos creen en Dios, en particular a las tres grandes religiones que descienden de Abraham, judaísmo, cristianismo e islam, llamadas a rechazar siempre con firmeza y decisión la violencia. Nadie, por ningún motivo, puede matar en nombre de Dios, único y misericordioso. Dios es vida y fuente de la vida. Creer en él significa testimoniar su misericordia y su perdón, evitando instrumentalizar su santo nombre.
Desde diversas partes del mundo se eleva una ferviente invocación de paz; se eleva particularmente de la Tierra que Dios bendijo con su Alianza y su Encarnación, y que por eso llamamos Santa. “La voz de la sangre” clama a Dios desde aquella tierra (cf. Gn 4, 10); sangre de hermanos derramada por hermanos, que se remontan al mismo patriarca Abraham; hijos, como todos los hombres, del mismo Padre celestial.
5. ¡Salve, Madre santa! Virgen hija de Sión, ¡cuánto debe sufrir por esta sangre tu corazón de Madre!
El Niño que estrechas contra tu pecho lleva un nombre apreciado por los pueblos de religión bíblica: Jesús, que significa “Dios salva”. Así lo llamó el arcángel antes de que fuera concebido en tu seno (cf. Lc 2, 21). En el rostro del Mesías recién nacido reconocemos el rostro de todos tus hijos vilipendiados y explotados. Reconocemos especialmente el rostro de los niños, cualquiera que sea su raza, nación y cultura. Por ellos, oh María, por su futuro, te pedimos que ablandes los corazones endurecidos por el odio, para que se abran al amor, y la venganza ceda finalmente el paso al perdón.
Obtennos, oh Madre, que la verdad de esta afirmación -“No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón”- se grabe en el corazón de todos. Así la familia humana podrá encontrar la paz verdadera, que brota del encuentro entre la justicia y la misericordia.
Madre santa, Madre del Príncipe de la paz, ¡ayúdanos!
Madre de la humanidad y Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!
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