martes, 1 de enero de 2019

Iluminados por el Rostro, Bendecidos por el Nombre

Homilía 2009
Santo Padre Benedicto XVI
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS. XLII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ.
Basílica de San Pedro. Jueves 1 de enero de 2009

En el primer día del año, la divina Providencia nos reúne para una celebración que cada vez nos conmueve por la riqueza y la belleza de sus coincidencias: el inicio del año civil se encuentra con el culmen de la octava de Navidad, en el que se celebra la Maternidad divina de María, y el encuentro de ambos tiene una feliz síntesis en la Jornada mundial de la paz.

A la luz del Nacimiento de Cristo, me complace dirigir a cada uno mis mejores deseos para el año que acaba de comenzar. Los expreso, en particular, al cardenal Renato Raffaele Martino y a sus colaboradores del Consejo pontificio Justicia y paz, agradeciéndoles en especial su valioso servicio. Los expreso, al mismo tiempo, al secretario de Estado, cardenal Tarcisio Bertone, y a toda la Secretaría de Estado; así como, con viva cordialidad, a los señores embajadores presentes hoy en gran número. Mis deseos se hacen eco del augurio que el Señor mismo nos acaba de dirigir en la liturgia de la Palabra. Una Palabra que, a partir del acontecimiento de Belén, evocado en su realidad histórica concreta por el evangelio de san Lucas (cf. Lc 2, 16-21) e interpretado en todo su alcance salvífico por el apóstol san Pablo (cf. Ga 4,4-7), se convierte en bendición para el pueblo de Dios y para toda la humanidad.

Así se realiza la antigua tradición judía de la bendición (cf. Nm 6, 22-27): los sacerdotes de Israel bendecían al pueblo “invocando sobre él el nombre” del Señor. Con una fórmula ternaria —presente en la primera lectura— el Nombre sagrado se invocaba tres veces sobre los fieles, como auspicio de gracia y de paz. Esta antigua costumbre nos lleva a una realidad esencial: para poder avanzar por el camino de la paz, los hombres y los pueblos necesitan ser iluminados por el “rostro” de Dios y ser bendecidos por su “nombre”. Precisamente esto se realizó de forma definitiva con la Encarnación: la venida del Hijo de Dios en nuestra carne y en la historia ha traído una bendición irrevocable, una luz que ya no se apaga nunca y ofrece a los creyentes y a los hombres de buena voluntad la posibilidad de construir la civilización del amor y de la paz.

El concilio Vaticano II dijo, a este respecto, que “el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et spes, 22). Esta unión ha confirmado el plan original de una humanidad creada a “imagen y semejanza” de Dios. En realidad, el Verbo encarnado es la única imagen perfecta y consustancial del Dios invisible. Jesucristo es el hombre perfecto. “En él —afirma asimismo el Concilio— la naturaleza humana ha sido asumida (…); por eso mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime” (ib.). Por esto, la historia terrena de Jesús, que culminó en el misterio pascual, es el inicio de un mundo nuevo, porque inauguró realmente una nueva humanidad, capaz de llevar a cabo una “revolución” pacífica, siempre y sólo con la gracia de Cristo. Esta revolución no es ideológica, sino espiritual; no es utópica, sino real; y por eso requiere infinita paciencia, tiempos quizás muy largos, evitando todo atajo y recorriendo el camino más difícil: el de la maduración de la responsabilidad en las conciencias.

Queridos amigos, este es el camino evangélico hacia la paz, el camino que también el Obispo de Roma está llamado a proponer nuevamente con constancia cada vez que prepara el Mensaje anual para la Jornada mundial de la paz. Al recorrer este camino es oportuno quizás volver sobre aspectos y problemas ya afrontados, pero tan importantes que requieren siempre nueva atención. Es el caso del tema que elegí para el Mensaje de este año: “Combatir la pobreza, construir la paz”. Un tema que se presta a un doble orden de consideraciones, que ahora sólo puedo señalar brevemente. Por una parte, la pobreza elegida y propuesta por Jesús; y, por otra, la pobreza que hay que combatir para que el mundo sea más justo y solidario.

El primer aspecto encuentra su contexto ideal en estos días, en el tiempo de Navidad. El nacimiento de Jesús en Belén nos revela que Dios, cuando vino a nosotros, eligió la pobreza para sí mismo. La escena que vieron en primer lugar los pastores y que confirmó el anuncio que les había hecho el ángel, era: un establo donde María y José habían buscado refugio, y un pesebre en el que la Virgen había recostado al recién nacido envuelto en pañales (cf. Lc 2, 7.12.16). Esta pobreza fue elegida por Dios. Quiso nacer así, pero podríamos añadir en seguida: quiso vivir y también morir así. ¿Por qué? Lo explica con palabras sencillas san Alfonso María de Ligorio, en un villancico conocido por todos en Italia: “A ti, que eres el Creador del mundo, te faltan vestidos y fuego, oh Señor mío. Querido niño predilecto, esta pobreza me enamora mucho más porque el amor te hizo pobre”. Esta es la respuesta: el amor a nosotros no sólo impulsó a Jesús a hacerse hombre, sino también a hacerse pobre.

En esta misma línea podemos citar la expresión de san Pablo en la segunda carta a los Corintios: “Conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2 Co 8, 9). Testigo ejemplar de esta pobreza elegida por amor es san Francisco de Asís. En la historia de la Iglesia y de la civilización cristiana el franciscanismo constituye una amplia corriente de pobreza evangélica, que tanto bien ha hecho y sigue haciendo a la Iglesia y a la familia humana.

Volviendo a la estupenda síntesis de san Pablo sobre Jesús, es significativo —también para nuestra reflexión de hoy— que haya sido inspirada al Apóstol precisamente mientras estaba exhortando a los cristianos de Corinto a ser generosos en la colecta para los pobres. Explica: “No se trata de que paséis apuros para que otros tengan abundancia, sino de que haya igualdad” (2 Co 8, 13).

Este es un punto decisivo, que nos hace pasar al segundo aspecto: hay una pobreza, una indigencia, que Dios no quiere y que es preciso “combatir”, como dice el tema de la Jornada mundial de la paz de hoy; una pobreza que impide a las personas y a las familias vivir según su dignidad; una pobreza que ofende la justicia y la igualdad, y que como tal amenaza la convivencia pacífica. En esta acepción negativa entran también las formas de pobreza no material que se encuentran incluso en las sociedades ricas o desarrolladas: marginación, pobreza relacional, moral y espiritual (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2009, n. 2).

En mi Mensaje, siguiendo la línea de mis predecesores, quise considerar atentamente una vez más el complejo fenómeno de la globalización, para valorar sus relaciones con la pobreza a gran escala. Por desgracia, frente a plagas difundidas como las enfermedades pandémicas (cf. n. 4), la pobreza de los niños (cf. n. 5) y la crisis alimentaria (cf. n. 7), tuve que volver a denunciar la inaceptable carrera de armamentos, que va en aumento. Por una parte se celebra la Declaración universal de derechos humanos; y, por otra, se aumentan los gastos militares, violando la misma Carta de las Naciones Unidas que compromete a reducirlos al mínimo (cf. art. 26).

Además, la globalización elimina algunas barreras, pero puede construir otras nuevas (cf. Mensaje citado, n. 8); por eso, es necesario que la comunidad internacional y cada uno de los Estados estén siempre vigilando; es necesario que no bajen nunca la guardia con respecto a los peligros de conflicto; más aún, que se esfuercen por mantener alto el nivel de la solidaridad. La actual crisis económica global debe verse, en este sentido, como un banco de pruebas: ¿Estamos dispuestos a leerla, en su complejidad, como desafío para el futuro y no sólo como una emergencia a la que hay que dar respuestas de corto alcance? ¿Estamos dispuestos a hacer juntos una revisión profunda del modelo de desarrollo dominante, para corregirlo de forma concertada y clarividente? En realidad, más aún que las dificultades financieras inmediatas, lo exigen el estado de salud ecológica del planeta y, sobre todo, la crisis cultural y moral, cuyos síntomas son evidentes desde hace tiempo en todo el mundo.

Así pues, hay que tratar de establecer un “círculo virtuoso” entre la pobreza “que conviene elegir” y la pobreza “que es preciso combatir”. Aquí se abre un camino fecundo de frutos para el presente y para el futuro de la humanidad, que se podría resumir así: para combatir la pobreza inicua, que oprime a tantos hombres y mujeres y amenaza la paz de todos, es necesario redescubrir la sobriedad y la solidaridad, como valores evangélicos y al mismo tiempo universales. Más concretamente, no se puede combatir eficazmente la miseria si no se hace lo que escribe san Pablo a los Corintios, es decir, si no se promueve “la igualdad”, reduciendo el desnivel entre quien derrocha lo superfluo y quien no tiene ni siquiera lo necesario. Esto implica hacer opciones de justicia y de sobriedad, opciones por otra parte obligadas por la exigencia de administrar sabiamente los recursos limitados de la tierra.

San Pablo, cuando afirma que Jesucristo nos ha enriquecido “con su pobreza”, nos ofrece una indicación importante no sólo desde el punto de vista teológico, sino también en el ámbito sociológico. No en el sentido de que la pobreza sea un valor en sí mismo, sino porque es condición para realizar la solidaridad. Cuando san Francisco de Asís se despoja de sus bienes, hace una opción de testimonio inspirada directamente por Dios, pero al mismo tiempo muestra a todos el camino de la confianza en la Providencia. Así, en la Iglesia, el voto de pobreza es el compromiso de algunos, pero nos recuerda a todos la exigencia de no apegarse a los bienes materiales y el primado de las riquezas del espíritu. He aquí el mensaje que se nos transmite hoy: la pobreza del nacimiento de Cristo en Belén, además de ser objeto de adoración para los cristianos, también es escuela de vida para cada hombre. Esa pobreza nos enseña que para combatir la miseria, tanto material como espiritual, es preciso recorrer el camino de la solidaridad, que impulsó a Jesús a compartir nuestra condición humana.

Queridos hermanos y hermanas, yo creo que la Virgen María se planteó más de una vez esta pregunta: ¿Por qué Jesús quiso nacer de una joven sencilla y humilde como yo? Y también, ¿por qué quiso venir al mundo en un establo y tener como primera visita la de los pastores de Belén? María recibió la respuesta plenamente al final, tras haber puesto en el sepulcro el cuerpo de Jesús, muerto y envuelto en una sábana (cf. Lc 23, 53). Entonces comprendió plenamente el misterio de la pobreza de Dios. Comprendió que Dios se había hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza llena de amor, para exhortarnos a frenar la avaricia insaciable que suscita luchas y divisiones, para invitarnos a frenar el afán de poseer, estando así disponibles a compartir y a acogernos recíprocamente.

A María, Madre del Hijo de Dios que se hizo hermano nuestro, dirijamos confiados nuestra oración, para que nos ayude a seguir sus huellas, a combatir y vencer la pobreza, a construir la verdadera paz, que es opus iustitiae. A ella confiemos el profundo deseo de vivir en paz que existe en el corazón de la inmensa mayoría de las poblaciones israelí y palestina, una vez más puestas en peligro por la intensa violencia desatada en la franja de Gaza, como respuesta a otra violencia. También la violencia, también el odio y la desconfianza son formas de pobreza —quizás las más tremendas— “que es preciso combatir”. Es necesario evitar que triunfen.

En este sentido, los pastores de esas Iglesias, en estos días tan tristes, han hecho oír su voz. Juntamente con ellos y con sus queridos fieles, sobre todo los de la pequeña pero fervorosa parroquia de Gaza, encomendemos a María nuestras preocupaciones por el presente y los temores por el futuro, pero también la fundada esperanza de que, con la sabia y clarividente contribución de todos, no será imposible escucharse, ayudarse y dar respuestas concretas a la aspiración generalizada a vivir en paz, en seguridad y en dignidad. Digamos a María: acompáñanos, Madre celestial del Redentor, a lo largo de todo este año que hoy comienza, y obtén de Dios el don de la paz para Tierra Santa y para toda la humanidad. Santa Madre de Dios, ruega por nosotros. Amén.

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