martes, 1 de enero de 2019

María, Rostro de la Iglesia

Homilía 2010
Santo Padre Benedicto XVI
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS. XLIII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
Basílica Vaticana. Viernes 1 de enero de 2010

En el primer día del nuevo año tenemos la alegría y la gracia de celebrar a la santísima Madre de Dios y, al mismo tiempo, la Jornada mundial de la paz. En ambos aniversarios celebramos a Cristo, Hijo de Dios, nacido de María Virgen y nuestra verdadera paz. A todos vosotros, que estáis aquí reunidos: representantes de los pueblos del mundo, de la Iglesia romana y universal, sacerdotes y fieles; y a todos los que están conectados mediante la radio y la televisión, repito las palabras de la antigua bendición: el Señor os muestre su rostro y os conceda la paz (cf. Nm 6, 26). Precisamente hoy quiero desarrollar el tema del Rostro y de los rostros a la luz de la Palabra de Dios —Rostro de Dios y rostros de los hombres—, un tema que nos ofrece también una clave de lectura del problema de la paz en el mundo.

Hemos escuchado, tanto en la primera lectura —tomada del Libro de los Números— como en el Salmo responsorial, algunas expresiones que contienen la metáfora del rostro referida a Dios: “El Señor ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor” (Nm 6, 25); “El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros: conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación” (Sal 66, 2-3). El rostro es la expresión por excelencia de la persona, lo que la hace reconocible; a través de él se muestran los sentimientos, los pensamientos y las intenciones del corazón. Dios, por su naturaleza, es invisible; sin embargo, la Biblia le aplica también a él esta imagen. Mostrar el rostro es expresión de su benevolencia, mientras que ocultarlo indica su ira e indignación. El Libro del Éxodo dice que “el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33, 11), y también a Moisés el Señor promete su cercanía con una fórmula muy singular: “Mi rostro caminará contigo y te daré descanso” (Ex 33, 14). Los Salmos nos presentan a los creyentes como los que buscan el rostro de Dios (cf. Sal 26, 8; 104, 4) y que en el culto aspiran a verlo (cf. Sal 42, 3), y nos dicen que “los buenos verán su rostro” (Sal 10, 7).

Todo el relato bíblico se puede leer como un progresivo desvelamiento del rostro de Dios, hasta llegar a su plena manifestación en Jesucristo. “Al llegar la plenitud de los tiempos —nos ha recordado también hoy el apóstol san Pablo—, envió Dios a su Hijo” (Ga 4, 4). Y en seguida añade: “nacido de mujer, nacido bajo la ley”. El rostro de Dios tomó un rostro humano, dejándose ver y reconocer en el hijo de la Virgen María, a la que por esto veneramos con el título altísimo de “Madre de Dios”. Ella, que conservó en su corazón el secreto de la maternidad divina, fue la primera en ver el rostro de Dios hecho hombre en el pequeño fruto de su vientre. La madre tiene una relación muy especial, única y en cierto modo exclusiva con el hijo recién nacido. El primer rostro que el niño ve es el de la madre, y esta mirada es decisiva para su relación con la vida, consigo mismo, con los demás y con Dios; y también es decisiva para que pueda convertirse en un “hijo de paz” (Lc 10, 6). Entre las muchas tipologías de iconos de la Virgen María en la tradición bizantina, se encuentra la llamada “de la ternura”, que representa al niño Jesús con el rostro apoyado —mejilla con mejilla— en el de la Madre. El Niño mira a la Madre, y esta nos mira a nosotros, casi como para reflejar hacia el que observa, y reza, la ternura de Dios, que bajó en ella del cielo y se encarnó en aquel Hijo de hombre que lleva en brazos. En este icono mariano podemos contemplar algo de Dios mismo: un signo del amor inefable que lo impulsó a “dar a su Hijo unigénito” (Jn 3, 16). Pero ese mismo icono nos muestra también, en María, el rostro de la Iglesia, que refleja sobre nosotros y sobre el mundo entero la luz de Cristo, la Iglesia mediante la cual llega a todos los hombres la buena noticia: “Ya no eres esclavo, sino hijo” (Ga 4, 7), como leemos también en san Pablo.

Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, señores embajadores, queridos amigos: meditar en el misterio del Rostro de Dios y del hombre es un camino privilegiado que lleva a la paz. En efecto, la paz comienza por una mirada respetuosa, que reconoce en el rostro del otro a una persona, cualquiera que sea el color de su piel, su nacionalidad, su lengua y su religión. ¿Pero quién, sino Dios, puede garantizar, por decirlo así, la “profundidad” del rostro del hombre? En realidad, sólo si tenemos a Dios en el corazón, estamos en condiciones de ver en el rostro del otro a un hermano en la humanidad; no un medio, sino un fin; no un rival o un enemigo, sino otro yo, una faceta del misterio infinito del ser humano. Nuestra percepción del mundo, y en particular de nuestros semejantes, depende esencialmente de la presencia del Espíritu de Dios en nosotros. Es una especie de “resonancia”: quien tiene el corazón vacío, no percibe más que imágenes planas, sin relieve. En cambio, cuanto más habite Dios en nosotros, tanto más sensibles seremos también a su presencia en lo que nos rodea: en todas las criaturas, y especialmente en las demás personas, aunque a veces precisamente el rostro humano, marcado por la dureza de la vida y del mal, puede resultar difícil de apreciar y de acoger como epifanía de Dios. Con mayor razón, por tanto, para reconocernos y respetarnos como realmente somos, es decir, como hermanos, necesitamos referirnos al rostro de un Padre común, que nos ama a todos, a pesar de nuestras limitaciones y nuestros errores.

Es importante ser educados desde pequeños en el respeto al otro, también cuando es diferente a nosotros. Hoy en las escuelas es cada vez más común la experiencia de clases compuestas por niños de varias nacionalidades, aunque incluso cuando esto no ocurre, sus rostros son una profecía de la humanidad que estamos llamados a formar: una familia de familias y de pueblos. Cuanto más pequeños son estos niños, tanto más suscitan en nosotros la ternura y la alegría por una inocencia y una fraternidad que nos parecen evidentes: a pesar de sus diferencias, lloran y ríen de la misma manera, tienen las mismas necesidades, se comunican de manera espontánea, juegan juntos… Los rostros de los niños son como un reflejo de la visión de Dios sobre el mundo. ¿Por qué, entonces, apagar su sonrisa? ¿Por qué envenenar su corazón? Desgraciadamente, el icono de la Madre de Dios de la ternura encuentra su trágico opuesto en las dolorosas imágenes de tantos niños y de sus madres afectados por las guerras y la violencia: prófugos, refugiados, emigrantes forzados. Rostros minados por el hambre y las enfermedades, rostros desfigurados por el dolor y la desesperación. Los rostros de los pequeños inocentes son una llamada silenciosa a nuestra responsabilidad: ante su condición inerme, se desploman todas las falsas justificaciones de la guerra y de la violencia. Solamente debemos convertirnos a proyectos de paz, deponer las armas de todo tipo y comprometernos todos juntos a construir un mundo más digno del hombre.

Mi Mensaje para la XLIII Jornada mundial de la paz de hoy: “Si quieres promover la paz, protege la creación”, se sitúa dentro de la perspectiva del Rostro de Dios y de los rostros humanos. De hecho, podemos afirmar que el hombre es capaz de respetar a las criaturas en la medida en la que lleva en su espíritu un sentido pleno de la vida; de otro modo se despreciará a sí mismo y lo que lo rodea, no respetará el entorno en el que vive, la creación. Quien sabe reconocer en el cosmos los reflejos del rostro invisible del Creador, tendrá mayor amor a las criaturas, mayor sensibilidad hacia su valor simbólico. Especialmente el Libro de los Salmos es rico en ejemplos de este modo propiamente humano de relacionarse con la naturaleza: con el cielo, el mar, las montañas, las colinas, los ríos, los animales… “¡Cuántas son tus obras, Señor! —exclama el salmista—. Todas las hiciste con sabiduría. La tierra está llena de tus criaturas” (Sal 103, 24).

La perspectiva del “rostro” invita en particular a reflexionar en lo que, también en este Mensaje, llamé “ecología humana”. Existe un nexo muy estrecho entre el respeto a la persona y la salvaguardia de la creación. “Los deberes respecto al medio ambiente se derivan de los deberes para con la persona, considerada en sí misma y en su relación con los demás (ib., 12). Si el hombre se degrada, se degrada el entorno en el que vive; si la cultura tiende a un nihilismo, si no teórico, al menos práctico, la naturaleza no podrá menos de pagar las consecuencias. De hecho, se puede constatar un influjo recíproco entre el rostro del hombre y el “rostro” del medio ambiente: “cuando se respeta la ecología humana en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia” (ib.; cf. Caritas in veritate, 51). Renuevo, por tanto, mi llamada a invertir en educación, poniéndose como objetivo, además de la necesaria transmisión de nociones técnico-científicas, una más amplia y profunda “responsabilidad ecológica”, basada en el respeto al hombre y a sus derechos y deberes fundamentales. Sólo así el compromiso por el medio ambiente puede convertirse verdaderamente en educación para la paz y en construcción de la paz.

Queridos hermanos y hermanas, en el tiempo de Navidad se repite un Salmo que contiene, entre otras cosas, también un ejemplo estupendo de cómo la venida de Dios transfigura la creación y provoca una especie de fiesta cósmica. Este himno comienza con una invitación universal a la alabanza: “Cantad al Señor un cántico nuevo; cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre” (Sal 95, 1). Pero en cierto momento este llamamiento al júbilo se extiende a toda la creación: “Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del bosque” (ib. 11-12). La fiesta de la fe se convierte en fiesta del hombre y de la creación: la fiesta que en Navidad se expresa también mediante los adornos en los árboles, en las calles y en las casas. Todo vuelve a florecer porque Dios ha venido a nosotros. La Virgen Madre muestra al Niño Jesús a los pastores de Belén, que se alegran y alaban al Señor (cf. Lc 2, 20); la Iglesia renueva el misterio para los hombres de todas las generaciones, les muestra el rostro de Dios, para que, con su bendición, puedan caminar por la senda de la paz.

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