Miércoles del tiempo de Navidad
Donde hay amor no hay miedo. Al contrario, el amor perfecto echa fuera el miedo. (1 Juan 4, 18)
¿Por qué tenemos tantos temores? Incluso los más valientes pasan por ocasiones de iseguridad y angustia. Pero Dios quiere que sepamos que el temor viene de un concepto imperfecto de su amor. Piense en el pasaje de los apóstoles que se llenaron de pánico en medio de la tormenta marina. Viendo que luchaban contra el oleaje, el Señor se acercó caminando sobre el agua; pero en lugar de llenarse de alegría, los Doce se sintieron aterrorizados. Claramente, no habían entendido quién era Jesús y creían que veían un fantasma.
Nosotros también tenemos temores. ¿Cómo reacciona usted cuando se ve frente a la posibilidad de sufrir dolor, en peligro de muerte o ante una pobreza repentina, la pérdida de seres queridos o el fracaso en sus planes? ¡Y cuántos temen incluso, en lo profundo de su ser, que Dios deje de amarlos por los pecados cometidos y por sus debilidades!
La raíz de muchos de estos temores son las ideas mundanas que atribuyen más valor a lo que cada uno logra realizar que al carácter o la integridad de lo que uno es en Cristo. Al contrario de esta filosofía del mundo, el Espíritu Santo procura fortalecer nuestra fe y darnos a conocer el asombroso y perfecto amor de Dios. En el Señor estamos seguros y no tenemos nada que temer. El Padre nos ha dado a su Hijo Jesús para nuestra salvación eterna (1 Juan 4, 14), y él permanece en nuestro ser mediante el Espíritu Santo, comunicándonos confianza, alegría y fortaleza frente a las luchas de la vida diaria. El Señor quiere equiparnos con diversos dones espirituales para que estemos dispuestos a realizar con alegría la misión que desea darnos.
Cuando nos asalte el temor, recordemos que Dios es eterno y perfecto y que su plan se cumplirá y nos concederá la paz, esa paz que no es como la pasajera tranquilidad que da el mundo a fuerza de conseguir poder, riquezas y obras extraordinarias. Dios es digno de nuestra fe y sus designios son magníficos. Deja que la lluvia refrescante de su amor caiga con generosidad sobre tus necesidades físicas y espirituales y aprende a rendir tu corazón a la gracia del Señor.
“Padre eterno, pongo en tus santas manos todos mis temores. Lléname de tu amor, Señor, para sanar de mis heridas y poner toda mi confianza en ti.”
1 Juan 4, 11-18
Salmo 72(71), 1-2. 10. 12-13
fuente: Devocionario Católico La Palabra con nosotros
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