«Se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2,10).
La estrella vino a pararse encima de donde estaba el niño. Por lo cual, los magos, al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Recibamos también nosotros esa inmensa alegría en nuestros corazones. Es la alegría que los ángeles anuncian a los pastores. Adoremos con los Magos, demos gloria con los pastores, dancemos con los ángeles. Porque hoy ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. El Señor es Dios: él nos ilumina, pero no en la condición divina, para atemorizar nuestra debilidad, sino en la condición de esclavo, para gratificar con la libertad a quienes gemían bajo la esclavitud. ¿Quién es tan insensible, quién tan ingrato, que no se alegre, que no exulte, que no se recree con tales noticias? Esta es una fiesta común a toda la creación: se le otorgan al mundo dones celestiales, el arcángel es enviado a Zacarías y a María, se forma un coro de ángeles, que cantan: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres que Dios ama.
Las estrellas se descuelgan del cielo, unos Magos abandonan la paganía, la tierra lo recibe en una gruta. Que todos aporten algo, que ningún hombre se muestre desagradecido. Festejemos la salvación del mundo, celebremos el día natalicio de la naturaleza humana. Hoy ha quedado cancelada la deuda de Adán. Ya no se dirá en adelante: Eres polvo y al polvo volverás, sino: «Unido al que viene del cielo, serás admitido en el cielo». Ya no se dirá más: Parirás hijos con dolor, pues es dichosa la que dio a luz al Emmanuel y los pechos que le alimentaron. Precisamente por esto un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado.
Súmate tú también a los que, desde el cielo, recibieron gozosos al Señor. Piensa en los pastores rezumando sabiduría, en los pontífices adornados con el don de profecía, en las mujeres rebosantes de gozo: bien cuando María es invitada a alegrarse por Gabriel, bien cuando Isabel siente a Juan saltar de alegría en su vientre. Ana que hablaba de la buena noticia, Simeón que lo tomaba en sus brazos, ambos adoraban en el niño al gran Dios y, lejos de despreciar lo que veían, ensalzan la majestad de su divinidad. Pues la fuerza divina se hacía visible a través del cuerpo humano como la luz atraviesa el cristal, refulgiendo ante aquellos que tenían purificados los ojos del corazón. Con los cuales ojalá nos hallemos también nosotros, contemplando a cara descubierta la gloria del Señor como en un espejo, para que también nosotros nos vayamos transformando en su imagen con resplandor creciente, por la gracia y la benignidad de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea dada la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
San Basilio Magno
Homilía: Recibamos también nosotros esa inmensa alegría en nuestros corazones.
Homilía sobre la generación de Cristo: PG 31, 1471-1475.
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