Y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios.
El día en que Cristo, Salvador del mundo, se manifestó por primera vez a los paganos, hemos de celebrarlo, amadísimos, con todos los honores y sentir allá en el hondón de nuestro corazón el gozo que sintieron los tres magos cuando, incitados y guiados por la nueva estrella, pudieron adorar, contemplándolo con sus propios ojos, al Rey del cielo y tierra, en quien habían previamente creído en virtud de solas promesas.
Y aunque el relato evangélico se refiera concretamente a los días en que tres hombres —no adoctrinados por la predicación profética ni instruidos por el testimonio de la ley– vinieron de una remotísima región del Oriente para conocer a Dios, sin embargo, vemos que esto mismo, aunque de modo más claro y con mayor abundancia, se realiza hoy en todos los llamados a la luz de la fe. Así se cumple la profecía de Isaías: El Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones, y verán los confines de la tierra la victoria de nuestro Dios. Y de nuevo: Los que no tenían noticia lo verán, los que no habían oído hablar comprenderán.
Por eso, cuando vemos que hombres infatuados por la sabiduría mundana y alejados de la fe de Jesucristo son arrancados del abismo de sus errores y conducidos al conocimiento de la luz verdadera, es indudable que está allí actuando el esplendor de la gracia divina, y lo que de luz nueva aparece en esos entenebrecidos corazones es una participación de la misma estrella, de suerte que a las almas tocadas por su fulgor las impresiona primero con el milagro, para conducirlas luego, precediéndolas, a adorar al Señor.
Y si quisiéramos considerar atentamente cómo es posible, para todos los que se acercan a Cristo por los caminos de la fe, aquella triple clase de dones, ¿no descubriríamos que esta ofrenda se realiza en el corazón de cuantos rectamente creen en Cristo? Saca efectivamente oro del tesoro de su corazón quien reconoce a Cristo como Rey del universo; ofrece mirra quien cree que el Unigénito de Dios asumió una verdadera naturaleza humana; venera a Cristo con una especie de incienso quien confiesa que en nada es desemejante de la majestad del Padre.
San León Magno, papa
Tratado: Vinieron a conocer la luz verdadera.
Tratado 36 ,1-2: CCL 138, 195-196.
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