viernes, 15 de febrero de 2019

Meditación: Marcos 7, 31-37

Mirando al cielo, suspiró y le dijo: “¡Effetá!”
(Marcos 7, 34)

Este sordomudo venía de una región no judía y, por lo tanto, considerado como excluido de la protección de Dios. Sin embargo, Cristo decidió sanarlo. Muchos se quedaron “llenos de admiración,” no solo por las curaciones milagrosas, sino posiblemente por el hecho de que Jesús concediera tales bendiciones a estos “gentiles impuros”.

¿Por qué nos quedamos a veces “llenos de admiración” ante las obras del Señor? Quizá hemos escuchado que un perverso delincuente se convirtió, o que alguien sanó de cáncer. Tal vez hayamos visto a un familiar que se ha acercado al Señor después de años de alejamiento. Estas manifestaciones del poder de Dios son maravillosas y nos regocijamos por ellas. ¿Deben acaso sorprendernos? ¡Quién sabe! Pero nos hacen recordar una verdad que debemos tener siempre presente: “Para Dios no hay nada imposible” (Lucas 1, 37).

Ahora bien, más allá de los milagros, que son obviamente extraordinarios, Dios puede realizar maravillas en nuestro espíritu y abrirnos el corazón para escuchar su palabra de un modo totalmente nuevo. ¿Cuántas veces no hemos percibido que el Padre nos habla en la oración, haciéndonos recordar algún pasaje determinado de la Escritura que nos hace cambiar de conducta y nos da un nuevo entendimiento de nuestra propia vida? Así, tal como lo hizo con el sordomudo, el Señor quiere abrirnos los oídos para que escuchemos su voluntad; quiere soltarnos la lengua para que proclamemos su gloriosa bondad. Debemos, pues, confiar en que Dios puede y quiere realizar estas obras en nosotros, posiblemente, como en el caso del sordomudo, con la ayuda de nuestros amigos (Marcos 7, 32).

Muchas veces Jesús sorprendía a la gente porque curaba a gentiles, comía con cobradores de impuestos, perdonaba a prostitutas. Del mismo modo puede sorprendernos a nosotros llamándonos a unirnos a él y usándonos para adelantar su reinado en la tierra. ¡No tratemos de limitar al Señor! Por mal equipados que nos parezca estar, debemos mantener abiertos los oídos para escuchar su voz y el corazón bien dispuesto para hacer todo lo que él nos diga (véase Juan 2, 5).
“Señor y Salvador mío, te alabo y te bendigo porque por tu gran misericordia, viniste a salvar a tu pueblo. Por eso nos regocijamos y te damos gracias.”
Génesis 3, 1-8
Salmo 32, 1-2. 5-7

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