La pequeñez humana fue asumida por la grandeza de Dios, nuestra debilidad por su fuerza, nuestra condición mortal por la inmortalidad. Para pagar la deuda de nuestra condición humana, la naturaleza inmutable de Dios se unió a nuestra naturaleza expuesta al sufrimiento. Así, para curarnos mejor, “el único mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesús” (1Tim 2,5) debía, por una parte, poder morir, y por otra, ser inmortal.
Tomó la condición de esclavo, pero libre de la sordidez del pecado, ennobleciendo nuestra humanidad sin mermar su divinidad, porque aquel anonadamiento (Flp. 2,7), suyo –por el cual, él, que era invisible, se hizo visible, y él, que es el Creador y Señor de todas las cosas, quiso ser uno más entre los mortales– fue una dignación de su misericordia, no una falta de poder… En un nuevo orden de cosas… el que era inaccesible a nuestra mente quiso hacerse accesible el que existía antes del tiempo empezó a existir en el tiempo, el Señor de todo el universo, velando la inmensidad de su majestad, asume la condición de esclavo (Flp. 2,7), el Dios impasible e inmortal se digna hacerse hombre pasible y sujeto a las leyes de la muerte. La misma y única persona, no nos cansaremos de repetirlo, es verdaderamente Hijo de Dios y verdaderamente hijo del hombre.
San León Magno, papa y doctor de la Iglesia
Carta:
Carta 28 a Flavio 3-4; PL 54, 763-767.
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