El Nuevo Testamento subraya con fuerza la autoridad de Jesús sobre los demonios, que expulsa «por el dedo de Dios» (Lc 11, 20). Desde la perspectiva evangélica, la liberación de los endemoniados (cf. Mc 5, 1-20) cobra un significado más amplio que la simple curación física, puesto que el mal físico se relaciona con un mal interior. La enfermedad de la que Jesús libera es, ante todo, la del pecado. Jesús mismo lo explica con ocasión de la curación del paralítico: «Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados -dice al paralítico-: “A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”» (Mc 2, 10-11). Antes que en las curaciones, Jesús venció el pecado superando él mismo las «tentaciones» que el diablo le presentó en el período que pasó en el desierto, después de recibir el bautismo de Juan (cf. Mc 1, 12-13; Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13). Para combatir el pecado que anida dentro de nosotros y en nuestro entorno, debemos seguir los pasos de Jesús y aprender el gusto del «sí» que él dijo continuamente al proyecto de amor del Padre. Este «sí» requiere todo nuestro esfuerzo, pero no podríamos pronunciarlo sin la ayuda de la gracia, que Jesús mismo nos ha obtenido con su obra redentora.
Juan Pablo II
Catequesis (extracto), Audiencia general, 25-08-1999
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