lunes, 10 de abril de 2017

El ESPÍRITU y sus DONES


EL ESPÍRITU Y SUS DONES
Juan Manuel Martín-Moreno, S. J.

La especulación teológica medieval construyó sobre la arena movediza de una exégesis arbitraria de un texto de Isaías un grandioso edificio doctrinal sumamente elaborado, acerca de los siete dones del Espíritu Santo. Los materiales bien endebles con los que se llevaba a cabo esta construcción consistían en aplicar el análisis de objetos formales a cada uno de los dones mencionados en el texto. Si a esto se suma que había que dejar espacio para la gracia santificante, las gracias actuales, las siete virtudes infusas y los doce frutos del Espíritu, nos vemos un poco perdidos en una jungla conceptual muy lejana de nuestra sensibilidad moderna y bien lejana también del mundo de nuestras experiencias del Espíritu.
¿Quiere decir esto que toda aquella construcción teológica es algo inservible que haya que relegar a la historia? Pensamos que no. De las ruinas de aquel edificio que hoy día no puede tenerse en pie, podemos rescatar elementos e intuiciones muy valiosas para una mejor comprensión de nuestra experiencia del Espíritu y de nuestra vida de transformación en Cristo. Esto es lo que pretendemos hacer en estas breves líneas, a la manera como de las ruinas de los antiguos templos se han aprovechado columnas y materiales para integrar en nuevas construcciones enmarcadas en el estilo de la nueva época.

I.- El texto de Isaías
Decíamos que la piedra angular de aquel edificio doctrinal sobre los siete dones del Espíritu Santo era el texto de Isaías 11, 1 -3 a: "Saldrá un vástago del tronco de Jesé y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el Espíritu de Yahvé: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahvé. Y le inspirará en el temor de Yahvé”.
En el texto hebreo original sólo aparecen seis dones, estando repetido dos veces el temor de Yahvé. El séptimo don, o don de piedad, sólo aparece en la traducción griega de los LXX y en la Vulgata latina. Es sólo apoyándose en estas traducciones como el texto ha podido servir de fundamento para una teología de los siete dones. Además, el texto de Isaías tiene un sentido mesiánico, y se refiere primariamente al futuro Rey que establecerá el perfecto Reinado de Dios. Los dones del Espíritu son
dones del Mesías, y por eso el Nuevo Testamento aplicará este texto a Jesús en el momento de su unción mesiánica, al ser bautizado en el Jordán (Mt 3,16; Mc 1,10).
Sólo en un sentido muy secundario se puede aplicar este texto a los cristianos, en la medida en que participan del don de Jesús Mesías y concurren por su vocación a realizar el Reino de Dios. Pero aquí hay una nueva dificultad. En el texto de Isaías se habla de dones del Espíritu para la tarea de la construcción del mundo y la sociedad nueva. En cambio en la teología clásica los siete dones tenían como finalidad la santificación personal, y se contraponían a los carismas que eran los que sí ayudaban para la construcción de la nueva comunidad.
Por todo ello vemos que el citado texto de Isaías mal puede dar pie para una teología de siete dones de santificación personal de cada cristiano. Prescindiremos de este texto y reflexionemos sobre otros textos bíblicos que nos parecen más relevantes para el tema. Prescindiremos de numerar los dones, del número siete o de cualquier otro número concreto, y no trataremos de delimitar con exactitud el área correspondiente a cada uno de ellos.

II.- Si conocieras el don de Dios

Antes de hablar de la pluralidad de los dones convendría fijarse en todo el poder de sugerencia que tiene el término don, regalo. En el discurso de Pedro el día de Pentecostés se exhorta a la multitud: "Que cada uno se haga bautizar y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Hch 2,38). 
Se nos habla del don así, en singular, ese don del agua del Espíritu del que Jesús hablaba también en singular a la Samaritana: "Si conocieras el don de Dios...” (Jn 4,10).
Antes de diversificarse en un haz de dones concretos, el gran don de Dios es su mismo Espíritu, que nos viene dado como manifestación de su amor y de su generosidad. De la misma manera que el rayo de luz blanca, al refractarse en el prisma, da lugar a un haz de diversos colores, así también el don del Espíritu en nosotros se diversifica en un haz multicolor de dones concretos, Pero el mayor regalo que una persona puede hacer es el don de sí. Y esto es lo que hace el Padre con nosotros, infinitamente mejor que esos padres que siendo malos saben dar cosas buenas a sus hijos (cf. Mt 7,11 ). ”El que nos entregó a su propio Hijo, ¿cómo no nos dará todas las otras cosas juntamente con El?” (Rm 8,32). Padre e Hijo nos hacen donación de su mismo Espíritu por el que son Uno, para hacernos vivir de su misma vida.
Pero para acoger el don de Dios hace falta una conversión previa. Hace falta estar abierto a recibir. Una espiritualidad demasiado voluntarista ha centrado todo en el esfuerzo del hombre, en el mérito humano, en el precio que pagamos para recibir los dones de Dios. La Renovación Carismática quiere subrayar la gratuidad del don divino.
La sociedad nos envuelve en sus hábitos mercantilistas. Las cosas valen por lo que cuestan. Estamos habituados a pensar que lo que no cuesta no tiene valor. Por eso hay que convertirse para apreciar el don de Dios. Hay que llegar a comprender que las cosas verdaderamente valiosas no cuestan nada, que una puesta de sol es más bella que el más lujoso espectáculo. ¿Qué hay tan valioso como el aire? Sin embargo no cuesta nada. Ahí está gratis; sólo hace falta abrir los pulmones para acogerlo. ¿Qué hay tan valioso como el agua? Ahí está gratis, siempre dispuesta a satisfacer nuestra sed.
Pero habitualmente apreciamos las cosas por su precio o por nuestro esfuerzo en conseguirlas. Y hay que convertirse de esta actitud, para poder conocer el don, apreciarlo y acogerlo en su gratuidad. Y para acoger la vida como don gratuito hay que sentirse pobre y renunciar definitivamente a nuestros esquemas mercantiles en nuestro trato con Dios. "¡Oh, todos los sedientos venid por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed sin plata, y sin pagar, vino y leche. ¿Por qué gastar plata en lo que no es pan y vuestro jornal en lo que no sacia?" (Is 55,1-2). Venid al mundo nuevo en el que no hay dinero, en el que "todo es gracia".
El concepto de gratuidad viene reforzado por el término infuso que la teología medieval aplicaba a los dones del Espíritu. Infuso quiere decir infundido, derramado, y hace alusión al agua derramada en el bautismo, que es el momento en que recibimos estos dones. Junto con el agua que se derrama sobre nuestras cabezas, son derramados los dones del Espíritu. Y este concepto de infusión se opone radicalmente a cualquier idea de adquisición, de logro, de compra o de mérito.
Se oponen estos dones infusos a las virtudes que uno puede ir adquiriendo poco a poco a base de ejercicio, de constancia, de ascética, de esfuerzo humano. Hay evidentemente en la vida unas virtudes que vamos adquiriendo poco a poco como fruto de nuestro esfuerzo. Pero no nos referimos a ellas al hablar de los dones, sino a un regalo gratuito de quien "nos amó primero". "Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios; tampoco viene de
las obras para que nadie se gloríe." (Ef 1,8-9).

III.- Dones de Santificación

Otro elemento válido e iluminador de la teología medieval era la distinción que hacía entre los dones santificantes (los siete dones) y los carismas o gracias "gratis datae". Según esto habría que distinguir, en el plano de la gracia, unos dones preferentemente destinados a la santificación personal del cristiano, y otros destinados a la edificación del cuerpo de la Iglesia (carismas).
No conviene insistir demasiado en esta diferencia, ya que se da una relación mutua entre ambos. Una persona santa (interiormente abierta a la acción del Espíritu) será forzosamente un instrumento más apto para acoger los carismas en la tarea de la construcción de la Iglesia. Sin embargo sí puede ser útil señalar la diversidad de funciones entre dones y carismas.
Hay que resaltar primariamente la llamada del cristiano a la santidad. ¿Qué es santidad? En el Nuevo Testamento santidad significa consagración. Los santos son aquellos que están consagrados para el servicio de Dios. El Santo de Dios es Jesús, consagrado por el Padre. sellado con la unción del Espíritu, para realizar la misión salvadora que el Padre le confió. El cristiano en su bautismo es también escogido, consagrado por el Espíritu para asimilarse a Cristo. revestirse de Cristo, conformarse a su imagen. El ideal de santidad es entrar en el misterio pascual de Jesús, en su profunda actitud de despojo interior para la entrega al amor de los hermanos. Santidad es emprender el éxodo que nos saca de este mundo y sus criterios. para vivir a la luz de las bienaventuranzas: “A los que de antemano conoció los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera El el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8,29).
El Espíritu Santo nos consagra con sus dones, nos aparta para una dedicación exclusiva al servicio de Dios, nos reviste de la misma entrega de Cristo por amor, y nos da un corazón nuevo, manso. pobre y limpio, hambriento de justicia. paciente y misericordioso, instrumento de paz. Y esta acción del Espíritu se interioriza en el hombre. Además de las llamadas gracias actuales o inspiraciones pasajeras, hay en el hombre nuevo una disposición permanente de docilidad de prontitud para dejarse
moldear según la imagen de Jesús. Es como una segunda naturaleza.
La santidad es una vocación, una llamada que tiene su propio dinamismo, que se va desplegando en el tiempo y va creciendo “hasta llegar al estado del hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo” (Ef 4.133). Es un proceso en el que nos vamos despojando del hombre viejo y revistiendo del nuevo.
Pues bien, todo este proceso y dinamismo tiene dos polos: uno exterior al hombre. que son las gracias y ayudas concretas que vienen de Dios, y otro interiorizado dentro del cristiano, que son los dones como capacidad de respuesta, como facilidad y agilidad del hombre interior para dejarse conducir por el Espíritu en su tarea de recrear en nosotros el hombre nuevo. Esta facilidad y capacidad permanente de respuesta interior en sus diversos aspectos es lo que llamamos dones del Espíritu Santo.

IV.- Docilidad al Espíritu
Definíamos, pues, los dones como docilidad interior y permanente a la obra del Espíritu en nosotros. Decíamos que esta actitud no es adquirida sino infusa, otorgada. Podemos explicarla mejor con algún ejemplo. Hay personas que nacen con buen oído y con una capacidad especial para gustar la música. Este buen oído no se puede adquirir ni aprender, y no es fruto de mucho trabajo o de muchos estudios. Se nace con él; es un don de la naturaleza, que capacita al hombre para gustar la música, para componer melodías nuevas o interpretarlas. Es un don permanente, habitual que hay que distinguir de los momentos pasajeros de inspiración para componer una melodía. La inspiración es pasajera, pero la facilidad para la música es habitual.
En la vida del Espíritu ocurre algo semejante. ¿Por qué hay personas que se aburren habitualmente en la oración, a quienes la Biblia no les dice nada, incapaces de vibrar o emocionarse ante la belleza de las bienaventuranzas, torpes para captar la vocación o los impulsos con los que Dios quiere ir conduciendo su vida? En el fondo es la carencia de los dones del Espíritu la que lleva a esta situación de pasividad y aburrimiento, semejante a la que siente en un concierto un hombre que no tiene ningún
interés ni facilidad para la música. Tardos de corazón para creer (Lc 24,25), incapaces de comprender las cosas que son de arriba Un 3,12), sin sentido del misterio, sin capacidad de maravillarse y extasiarse. Lo que ocurre sencillamente es que “el hombre animal no tiene sensibilidad para el Espíritu.” (1Co 2,14). Es romo, zafio, insensible, tosco, superficial. Se aburre, bosteza, no capta los matices, no es capaz de ilusionarse. En el fondo es que no hay en él esa sensibilidad, ese don interior que le haga vibrar y resonar en armonía con la acción del Espíritu.
En cambio, el hombre espiritual muestra una gran connaturalidad con las mociones espirituales, que conlleva facilidad, gusto, agilidad, sensibilidad a los detalles, perspicacia, agudeza intuitiva, profundidad, docilidad y abandono. Son estos dones interiorizados los que posibilitan que el hombre pueda responder de una manera dinámica y crecer en santidad, es decir, irse asimilando progresivamente a Cristo.
En los picaderos distinguen entre caballos de boca dura, a quienes hay que regir con un grueso hierro en la boca (bocado), y los caballos finos a quienes se rige con un finísimo hilo de metal (filete) y son sensibles al más suave tirón de las riendas. Es de esta docilidad habitual al Espíritu de la que estamos tratando.

V.- Diversidad de dones
¿Por qué hablar de dones así, en plural? Hasta ahora sólo hemos hablado de palabras en singular: docilidad, sensibilidad... ¿En qué sentido podemos hablar de los dones en plural, de docilidades, sensibilidades, etc?
Sin insistir en el número siete, ni tratar de diversificar los dones con precisi6n según el criterio de sus objetos formales, sí podemos decir que esta actitud de docilidad puede recibir diversos nombres, al ser aplicada a las distintas áreas o aspectos de nuestra vida en las que se ejercita la acción del Espíritu.
Encontramos personas sencillas que sin muchos estudios han llegado a una comprensión muy profunda de los misterios del Reino. Hay en ellos una inteligencia natural. Ese es un don del Espíritu.
En otras personas encontramos un don especial para saborear las cosas de Dios, para asombrarse ante sus maravillas, para gustar contemplativamente la alabanza, la música y la poesía de la oración. Es otro don del Espíritu.
En otras personas encontramos un gran don para discernir interiormente las mociones del Espíritu y los signos por los que Dios nos muestra su voluntad en nuestra vida. En otras detectamos una gran capacidad de ilusión por el programa evangélico, y una gran creatividad para concretarlo en formas renovadas y en dar sentidos proféticos nuevos a la propia existencia bajo la acción del Espíritu.
De alguna manera, podernos decir que hay una gran variedad de dones de santificación personal: sensibilidad para captar los valores de la castidad consagrada; sensibilidad para vibrar emocionalmente ante un compromiso radical de pobreza evangélica; docilidad al Espíritu para transformar situaciones de intenso dolor o humillación en signo de amor y misericordia...
Verdaderamente "cada uno recibe de Dios un don particular, éste de una manera, aquél de otra" (1Co 7,7). Así como en la llamada a construir la Iglesia hay distintos carismas para distintos individuos, así también en la llamada a la santidad hay diversas vocaciones a encarnar algún aspecto especial de Cristo, a especializarse en su actitud contemplativa, en su misericordia, en su amor fiel en medio del sufrimiento, etc. A cada Una de estas vocaciones corresponde un don del Espíritu que prepara y capacita para responder activamente a las diversas mociones que se irán dado a lo largo del proceso de crecimiento en Cristo.
Distinguían también los teólogos entre dones y virtudes. Quizás esta distinción pueda parecer demasiado sutil, pero quiero recogerla porque nos ayuda a ilustrar algo muy importante. Según esta teología, las virtudes nos disponen para poder actuar conforme al dictado de la razón. En cambio los dones nos disponen para actuar conforme a los dictados del Espíritu Santo. Hay algo muy importante en esta distinción. Pone de manifiesto que la acción del Espíritu, aunque nunca sea absurda o antirracional, sí desborda con mucho los límites de la razón. Los santos han llegado a hacer cosas a las que nunca hubieran llegado por el solo ejercicio de su razón.
En el caso del discernimiento espiritual, por ejemplo, S. Ignacio de Loyola distingue dos momentos en que entran en juego distintas capacidades del hombre. En un primer momento se sopesan los pros y los contras a favor de una u otra opción en cualquier alternativa que se nos presente, y todo ello según la luz de la razón. Aquí estaría en juego la virtud de la prudencia. Pero hay un segundo momento en que se captan las mociones concretas del Espíritu por vía de signos, diversidad de espíritus, consolaciones o desolaciones, intuiciones que ya no pueden ser discernidas por la razón humana. La capacidad para este discernimiento nos viene de un don especial del Espíritu. Lo entenderemos mejor con un ejemplo. La razón es apta para captar tan solo aquellos mensajes que llegan en una cierta- frecuencia dentro de una banda determinada, Pero hay mensajes de Dios emitidos en unas frecuencias que no corresponden a la banda de la simple razón. Necesitamos un receptor equipado con una banda especial para estas frecuencias. Los dones del Espíritu son esta banda especial que nos capacita para captar frecuencias que escapan a la simple razón.

“El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios... Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado, de las cuales hablamos también, no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales. El hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios: son necedad para él. Y no las puede conocer, pues sólo espiritualmente pueden ser discernidas" (1Co 2,10.12-14).
Son los dones del Espíritu los que nos constituyen, por tanto, en hombres espirituales, capaces de sondear hasta las profundidades de Dios (v. 10), "captar las cosas del Espíritu de Dios” (v. 14) y no "naturalmente” (v. 13) ni "con una sabiduría humana", sino con una nueva sensibilidad recibida por todos cuantos tenemos la mente en Cristo.

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