“Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe y todos sus habitantes.
¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?”
La visión de tu majestad me llena el alma de reverencia, Señor, y cuando pienso en tu grandeza me abruma el sentido de mi pequeñez y el peso de mi indignidad. ¿Quién soy yo para aparecer ante tu presencia, reclamar tu atención, ser objeto de tu amor? Más vale guardar distancias y quedarme en mi puesto. Lejos de mí queda tu sagrada montaña, tu intimidad secreta. Me basta contemplar de lejos la cumbre entre las nubes, como tu pueblo en el desierto contemplaba el Sinaí sin atreverse a acercarse.
Pero al pensar en tu pueblo del Antiguo Testamento, pienso también en tu pueblo del Nuevo. El recuerdo del Sinaí me trae a la memoria la cercanía de Belén. Los que temían acercarse a Dios se encuentran con que Dios se ha acercado a ellos. Se acabaron las cumbres y las montañas. Ahora es una gruta en los campos, y un pesebre y un niño. Y la sonrisa de su madre al acunarlo entre sus brazos. Dios ha llegado hasta su pueblo.
Te has llegado hasta mí. El don supremo de la intimidad. Andas a mi lado, me tomas de la mano, me permites reclinar la cabeza sobre tu pecho. El milagro de la cercanía, la emoción de la amistad, el triunfo de la unidad. Ya no puedo dejar que mi timidez, mi indignidad o mi pereza nos separen. Ahora he de aprender el arte bello y delicado de vivir junto a ti.
Para eso necesito fe, ánimo y magnanimidad. Necesito la admonición de tu Salmo:
¡Portones, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la Gloria!
Quiero abrir de par en par las puertas de mi corazón para que puedas entrar con la plenitud de tu presencia. Nada ya de falsa humildad, de miedos ocultos, de corteses retrasos. El Rey de la Gloria está a la puerta y pide amistad. Dios llama a mi casa. Mi respuesta ha de ser la alegría, la generosidad, la entrega. Que se me abran las puertas del alma para recibir al huésped de los cielos.
Enséñame a tratar contigo, Señor. Enséñame a combinar la intimidad y el respeto, la amistad y la adoración, la cercanía y el misterio. Enséñame a levantar mis dinteles y abrir mi corazón al mismo tiempo que me arrodillo y me inclino en tu presencia. Enséñame a no perder de vista nunca a tu majestad ni olvidarme nunca de tu cariño, En una palabra, enséñame la lección de tu Encarnación. Dios y hombre; Señor y amigo; Príncipe y compañero.
¡Bienvenido sea el Rey de la Gloria!
Carlos Valles, jesuita - publicado en Web personal
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