lunes, 12 de febrero de 2018

Meditación: Marcos 8, 11-13

Le pedían una señal.
Marcos 8, 11


Jesús amaba a sus seguidores, pero también a los fariseos. Habría preferido tener otro tipo de reuniones, y congregar a sus hijos queridos “como la gallina junta sus pollitos bajo las alas” (Mateo 23, 37), pero eso no iba a suceder.

Jesús ansiaba enseñarles muchas cosas acerca del Padre y el valor incalculable de su Reino, pero los fariseos estaban decididos a no aceptar nada de eso. Querían impedir la propagación del Evangelio, porque se negaban a reconocer la verdadera identidad y la importancia del predicador que lo anunciaba. Mientras conspiraban para combatir y finalmente destruir a Jesús, seguramente creían que estaban haciendo la voluntad de Dios. Eran duros de corazón y ciegos a la verdad, por lo que justificaban su odio y sus planes asesinos.

Sin embargo, a pesar de todo esto, Jesús nunca dejó de amarlos de corazón. Durante sus oraciones nocturnas, el Señor debe haber intercedido frecuentemente por ellos, imaginando que se presentaban ante el Padre celestial ya lavados y vestidos de túnicas resplandecientes. Esta extrema necesidad de ellos aumentaba más el anhelo de Cristo de ofrecer su vida en sacrificio por los pecados de todos sus hijos. Él, que era el Cordero de Dios, quería “que todos se salven y lleguen a conocer la verdad” (1 Timoteo 2, 4). Incluso sentía gran dolor cuando se perdía una sola de sus muchas ovejas (Lucas 15, 3-7).

¿Podemos expresar nosotros el mismo tipo de amor por los que nos tratan mal o incluso nos odian? ¡Claro que no es una reacción natural en el ser humano! Con todo, este es el amor que Cristo nos invita a compartir con nuestro prójimo; el amor que vence el mal con el bien (Romanos 12, 21), que perdona las ofensas setenta veces siete (Mateo 18, 22), que nos asegura que se nos perdonarán nuestras propias maldades (Mateo 6, 12). Este amor supera con creces la simple tolerancia; es una aceptación poco común de la persona misma de nuestro hermano o hermana, de su dignidad como hijo o hija de Dios. Cuando lo que nos mueve es este tipo de amor, somos libres para amar al pecador, sin dejar de reconocer y rechazar el pecado. Cuando hacemos esto, imitamos las actitudes de Cristo.
“Jesús amado, tu amor me deja siempre asombrado. Lléname de tu amor divino, Señor, para que yo pueda prodigarlo sin esperar recompensa.”
Santiago 1, 1-11
Salmo 119(118), 67-68. 71-72. 75-76

No hay comentarios:

Publicar un comentario