viernes, 1 de febrero de 2019

Cristo sembrado en tierra

Ambrosio de Milán
«Después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas» (Mc 4,32)

¿A qué es semejante el reino de Dios y a qué lo com­pararé? Es semejante a un grano de mostaza que toma un hom­bre y lo arroja en el huerto, y crece y se convierte en un árbol y las aves del cielo anidan en sus ramas. La presente lectura nos enseña que en las comparaciones hemos de atender a la natura­leza y no a la apariencia. Veamos, pues, por qué el sublime reino de los cielos se compara a un grano de mostaza; pues recuerdo que también el grano de mostaza es comparado, en otro pasaje, a la fe, cuando dice el Señor : Si tuviereis fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: arrójate al mar (Mt 12,20). Y, realmente, no es mezquina, sino verdaderamente grande esa fe que tiene tal potencia, que es capaz de imperar a un monte para que cambie de lugar; el Señor tampoco exige una fe mediocre a sus apóstoles, porque sabe que ellos deben combatir contra la po­tencia y soberbia del espíritu del mal. ¿Quieres saber por qué hace falta una gran fe? Lee lo que dice el Apóstol: Y si yo tuviera una fe tal que fuera capaz de trasladar los montes (1 Cor 13,2).

Luego, si tanto al reino de los cielos como a la fe se les compara al grano de mostaza, no se puede dudar que la fe es el reino de los cielos, y el reino de los cielos es una realidad que en nada difiere de la fe. Por tanto, quien tiene la fe posee el reino de los cielos, reino que está dentro de nosotros como está dentro de nosotros la fe; y así leemos: El reino de Dios está dentro de vosotros (Mc 11,22), y en otra parte: Guardad la fe en vuestro interior (Mt 16,19). Y por eso Pedro, que tanta fe tuvo, recibió las llaves del reino de los cielos y poder de abrir este reino también a los otros.

Ahora, a través de la naturaleza de la mostaza, exami­nemos el contenido de esta comparación. No hay duda de que su grano es algo vil y pequeñísimo; y solamente cuando se le tritura es cuando esparce su fuerza. También la fe parece al prin­cipio algo simple, pero, una vez puesta a prueba por la adversi­dad, expande la gracia de su valor, hasta tal punto que con su perfume embriaga a todos los que oyen o leen algo sobre ella. Grano de mostaza son nuestros mártires Félix, Nabor y Víctor, los cuales, aunque lo tenían oculto, llevaban en sí mismos el buen olor de la fe. Pero con la venida de la persecución depu­sieron sus armas, ofrecieron sus cuellos y, una vez muertos por la espada, derramaron por los confines de todo el mundo la belleza de su martirio; y por eso se dice con toda razón: Su eco se ha propagado por toda la tierra (Sal 18,5).

Pero la fe unas veces es triturada, otras oprimida y otras sembrada. El mismo Señor es también un grano de mostaza. Él estaba lejos de cualquier clase de falta, pero, al igual que en el ejemplo del grano de mostaza, el pueblo, por no conocerlo, no tuvo contacto con El. Y prefirió ser triturado, con el fin de que pudiéramos decir: Nosotros somos delante de Dios el buen olor de Cristo (2 Cor 2,15); prefirió también ser opri­mido, y por eso dijo Pedro: Las turbas te oprimen (Lc 8,45); y, finalmente, prefirió ser sembrado como el grano que un hom­bre toma y lo arroja en su huerto. Y así fue, en efecto: Cristo fue apresado y sepultado en un huerto, en un huerto creció, y en un huerto resucitó y se hizo árbol, como está escrito: Como un manzano entre los árboles silvestres es mi amado entre los mancebos (Cant 2,3).

Por tanto, siembra tú también en tu huerto a Cristo —la realidad de un huerto no es otra que un lugar pletórico de gran variedad de flores y frutos—, en el cual florezca la belleza de tus obras y se respire el multiforme olor de las diversas vir­tudes. Y por eso, que allí donde haya algún fruto, esté presente Cristo. Siembra al Señor Jesús: Él es grano cuando es apresado, y en el momento de resucitar se convierte en ese árbol que da sombra al mundo; cuando es sepultado, es también grano, que se hace árbol cuando sube al cielo.

Coge también con Cristo la fe y siémbrala en ti. Siempre que creemos en Cristo crucificado, hemos cogido la fe. Pablo cogió cuando dijo: Y yo, hermanos, llegué a anunciaros el testimonio de Dios no con sublimidad de elocuencia o de sabi­duría; ya que nunca entre vosotros me precié de saber cosa al­guna sino a Cristo, y éste crucificado (1 Cor 2,1ss). Y porque él aprendió a apresar la fe, aprendió también a elevarse, y así dijo: porque a Cristo crucificado ya no le conocemos (2 Cor 5,16).

Y, finalmente, sembramos la fe, cuando, a través de la lectura del Evangelio y de los escritos apostólicos y proféticos, creemos en la pasión del Señor. Sembramos, pues, la fe, cuando la sepul­tamos en la tierra abonada y preparada de la carne del Señor, para que esta fe, con el espíritu y la dulce opresión de su cuerpo divino, se propague por su propia virtud. Y así todo el que crea que el Hijo de Dios se ha hecho hombre, creerá que murió y resucitó por nosotros. Yo, pues, siembro la fe cuando la en­tierro dentro de mí.

¿Quieres saber mejor por qué Cristo es como un grano y por qué fue sembrado? Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará consigo mucho fruto (Jn 12,24). Luego no nos hemos equivocado al decir que esto era algo que El mismo había dicho. Él es, a la vez un grano de trigo, porque fortalece el corazón del hombre (Sal 103,15), y de mostaza, porque infunde calor en el corazón del mismo hombre. Y aunque ambas especies de grano parecen cuadrar plenamente, sin embargo, resulta más exacto el grano de trigo cuando se trata de su resurrección; porque Él es el pan de Dios que ha bajado del cielo (Jn 6,33), y por eso, la palabra de Dios y la realidad de la resurrección alimenta las mentes, agudiza la esperanza, e intensifica el amor; mientras que el grano de mos­taza, por ser más amargo y áspero, se aplica mejor a la pasión del Señor, puesto que ese amargor invita a las lágrimas y esa aspe­reza a la compasión. Así, cuando leemos u oímos que el Señor ayunó, que tuvo hambre, que lloró, que fue flagelado y .que en el momento de su pasión dijo: Vigilad y orad para no caer en la tentación (Mt 26,4), agarrándonos, por así decirlo, al amargo sabor de su palabra y con su ayuda, lograremos renunciar aun a los más agradables placeres del cuerpo. Luego el que siembra el grano de mostaza, siembra el reino de los cielos.

Y no desprecies este grano de mostaza; es cierto que es el más pequeño de todos los granos, pero, cuando crece, llega a ser la mayor de todas las plantas. Si este grano de mostaza es Cristo, ¿cómo puede ser este Cristo el menor o estar sujeto a crecimiento? Realmente por naturaleza no puede crecer, pero lo hace según la apariencia. ¿Quieres saber en qué sentido es el más pequeño? Atiende: Le hemos visto y no tenía apariencia ni be­lleza (Is 53,2). Y mira ahora cómo es el mayor: Eres el más hermoso de los hijos de los hombres (Sal 44,3). En efecto, Aquel que no tenía apariencia ni belleza, ha venido a ser superior a los ángeles (Hebr 1,4), sobrepasando a toda la gloria de los pro­fetas, a los que Israel, por estar enfermo, había comido como ver­duras; y es que unos no creyeron y otros no recibieron ese pan que fortalece los corazones.

Y Cristo es semilla, puesto que es descendiente de Abrahán; pues las promesas fueron hechas a Abrahán y a su descendencia. No dijo a sus descendencias, como hablando de mu­chas, sino de una sola. Y a tu descendencia que es Cristo (Gal 116). Pero no solamente Cristo es semilla, sino también la más pequeña entre todas, porque no vino con poder temporal, ni entre riquezas, ni poseyendo la sabiduría de este mundo. No obs­tante, pronto consiguió, como si se tratara de un árbol, la más elevada cima de poder, para que pudiéramos decir: A su sombra he anhelado sentarme (Cant 2,3). Y son muchas veces, al parecer, las que El aparece al mismo tiempo como grano y como árbol. El grano, cuando decían de El: ¿Acaso no es éste el hijo de José, el carpintero? (Mt 13,55; Lc 4,22). Pero pronto creció entre estas palabras, siendo testigos los mismos judíos, aun­que no podían comprender las ramas de un árbol de tal altura, y por eso decían: ¿De dónde le viene esta sabiduría? (Mt 13,54).

Por eso el grano es como un símbolo, mientras que el árbol representa a la sabiduría, en cuyas frondosas ramas ha encontrado su morada segura no sólo el ave nocturna que ya tenía su nido, y el pájaro solitario que vivía en el tejado (Sal 101,7), sino también el que fue arrebatado al paraíso (2 Cor 12,4) y el que será transportado sobre el aire y las nubes (1 Tes 4,16). Allí también descansan las potestades, y los ángeles del cielo y todos los que merecieron subir por haber sometido su conducta a las normas del espíritu. Allí descansó Juan, cuando se recostó sobre el pecho de Jesús; y aún mejor es decir que aquél brotó como una rama alimentada con la savia de este árbol. Otra rama es Pedro y otra Pablo, que, olvidando lo que ya quedó atrás, se lanza en persecución de lo que tiene delante (Flp 3,13). Nosotros que nos hemos sentido angustiados durante tanto tiempo en el vacío de este mundo, por la tempestad y la agitación del espíritu del mal, una vez congregados de todas las naciones y después de tomar las alas de la virtud, nos hemos levantado hasta el propósito de cumplir no sólo lo esencial, sino también lo accidental de la predicación apostólica, de la que antes estuvimos tan lejos, y esto para que la sombra de los santos nos defienda del calor asfixiante de este mundo, y así, ya habitemos en la tranquilidad de una morada segura.

Y una vez que esa alma nuestra, encorvada antes, como aquella mujer, bajo el peso de los pecados, al sentirse libre ahora, como el pájaro que ha sido liberado de la red de los cazadores (Sal 123,7), podrá levantar su vuelo hacia las ramas y los montes del Señor (cf. Ps 10,1). Así, pues, antes estábamos cautivos de las superfluas observancias de la vanidad y la ligereza del vicio, pero ahora, por el contrario, desatadas nuestras manos por la fe de Cristo y libres de las cadenas de la ley del sábado, nos es­forzamos por hacer buenas obras, por lo cual, aun en los mis­mos banquetes, respetamos nuestra libertad y evitamos la intem­perancia, para que, ya que estamos libres de la ley, no seamos esclavos de los placeres. Porque es cierto que la Ley nos ligó a ella para que no ambicionásemos los placeres. Pero la gracia que suprime una esclavitud menor, ordena cosas mucho más arduas: Todo me es lícito, pero no todo conviene (1 Cor 6,12); pues re­sulta verdaderamente bochornoso usar del poder para volver a ser esclavo suyo. Deja, por tanto, de ser súbdito de la Ley para que, por medio de la virtud, puedas estar por encima de la Ley.

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